Lo inevitable. Capítulo 0

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Tres semanas desde la desaparición de Andrea

Llovía. A pesar de toda su potencia, no fue capaz de contener una simple lágrima.

Sentada en el asiento trasero observaba la lluvia estrellarse contra la ventanilla del auto. El chofer la veía de vez en cuando por el retrovisor, como queriendo cerciorarse de que siguiera ahí y sin atreverse a pronunciar palabra, ya que ella no emitía ni un suspiro.

Un recuerdo estaba clavado en la mente de la joven: Andrea. Hubiera querido tenerla enfrente en ese instante.

«Estúpida», pensó. «¿Cómo así? ¿cómo ahora?».

Otra lágrima cayó por su mejilla. En ese momento no importaba nada más, todo era ocupado por aquella memoria. A veces, pretendía poner su mente en blanco, perdiéndose en la lluvia, pero el recuerdo volvía como un golpe. Respiró profundo para ahogar el dolor.

«No la veré nunca más», se dijo al tiempo que cerraba los ojos para retener otra lágrima sin éxito. Se aferró a sí misma en secreto, sintiendo la soledad como la realidad absoluta. Andrea se fue y perdió con ella su humanidad, su pasado, todo lo que ella había sido hasta entonces. Quedaba un cráter donde antes estuvo su corazón.

Los sonidos del limpiaparabrisas y la lluvia le recordaban dónde estaba y hacia dónde se dirigía. No le quedaban más que los trozos de una vida que nunca llegó a poseer y su enorme promesa.

El vehículo circulaba por las calles semidesiertas. Ella trataba de no recordar, de no pensar en el color de los ojos de Andrea, en el calor de sus manos, en su risa. Deseó que el camino fuera eterno. Era como si asistiera a su propio funeral.

Dejó de llover un par de cuadras más adelante y el sol se asomó entre las nubes. Ella veía todo con gran claridad. En ese momento, la realidad era más tangible que nunca.

El enrejado del camposanto se veía al final de la calle. Ella se estremeció como una hoja. La ausencia lo ocupaba todo.

Se detuvieron. A lo lejos se congregaban como treinta personas.

—¿Quiere que la acompañe? —preguntó el chofer.

—No, gracias —respondió en un tono serio y discreto—. Estaré bien —agregó para convencerse a sí misma.

La joven tenía el oscuro cabello atado en la nuca. Llevaba puesto un sencillo vestido negro que alisó al bajar. Odiaba ese color.

Avanzó despacio hacia el grupo, pero se mantuvo detrás. La esperaba un hombre de la organización; se presentó, sostenía un enorme paraguas cerrado que debió servir para cobijarla, pero ya no llovía. Debían acompañarla hasta que terminara el acto, pero pidió unos momentos por su cuenta. Necesitaba despedirse.

Los asistentes estaban reunidos alrededor de una fosa abierta destinada a contener un ataúd vacío, pero nadie ahí lo sabía.

El olor de la tierra golpeó a la joven en el rostro de forma anormal. Todo lo hacía; la humedad, las flores podridas de otros sepulcros y otras cosas que no quería identificar.

«Enterrar a Andrea», pensó. El sepelio debía ser simbólico, no podían sepultar a su amiga dadas las circunstancias

Deseó con toda su alma salir corriendo, hasta destrozar los zapatos, hasta morir ella misma. Logró contenerse haciendo un esfuerzo inmenso para no desmoronarse. Incluso, hizo que sus lágrimas escurrieran por atrás de su garganta para no llorarlas.

El ritual había comenzado, pero ella no estaba escuchando. Recorrió el lugar con la mirada en busca de alguna cara conocida, luchando por evadir sus emociones.

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