Cuestionamientos. Capítulo 31.

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Nueve meses y tres semanas después de la desaparición de Andrea

Una tarde, en el muelle


Contacto citó a Harry en "su lugar". Atardecía y seguramente sería de noche antes de que pudiera explicarle por qué lo llamó. En ocasiones, se observaban seriamente, como si quisieran ocultar su éxtasis. Apenas se rozaban los dedos de una mano por encima de la mesa y ponían la otra en la rodilla del otro por debajo.

A veces para ella el cuerpo de él era como una extensión del suyo. Cuando estaba cerca, cuando se recostaba sobre su pecho en el viejo sillón de cuero café de su departamento, sentía como si fueran parte de la misma masa, de la misma materia.

Su corazón latía con fuerza. No podían negar su felicidad cuando se encontraban lejos de todo. Llevaban ya algunos meses con ese juego peligroso, y algo le decía que, a pesar de su desasosiego por no localizar la placa, algo en ella deseaba que esos momentos idílicos se prolongaran. Quería permanecer en ese estado, por siempre. La sonrisa del hombre la hacía soñar. Sin embargo, siempre estaba luchando consigo misma, con la realidad, con su deber. Y ese día, a pesar de la expresión de Harry, del atardecer, de la intimidad, tenía que hacerle una tremenda pregunta.

En casa de Di Maggio, un par de meses atrás

Giorgio se preguntaba sobre la rubia, a la que ahora veía de otra manera y que escribía en la computadora portátil, sentada frente al escritorio. La observaba ese día en silencio, con inusual insistencia. Helena lo notó, pero disimulaba.

La cuantiosa suma que su padre heredó al proyecto efectivamente era suya, pero de haber querido, Giorgio no hubiera podido hacer nada más con ese dinero: el doctor lo dejó en un fideicomiso destinado exclusivamente para ese fin. El heredero era el único autorizado para expedir los cheques y no existía ninguna forma en la que pudiera cambiar el destino del dinero. El proyecto estaba por tanto obligado a tenerlo como director para poder seguir y si él seguía teniendo intenciones de dirigirlo, tenía que firmar. Inesperadamente había vuelto a tener razones para seguir al frente del mismo.

—Quisiera que hicieras una cita para mí —dijo el hombre, con la profunda voz que la rubia adoraba.

Levantó un poco la vista a través de sus gafas para la computadora y preguntó con su habitual tono complaciente:

—Claro, cariño, ¿verás al Director General?

—No. Ahora necesito ver a un viejo amigo. Pregunta cuándo puede recibirme Alex de Lois.

Trató de no parecer asombrada o asustada, pero tragó un poco de saliva.

—Por supuesto, ¿cuál es el asunto?

—Tú sabes cuál es.

Ella comenzó a temblar un poco.

—No lo sé, pero tomaré nota —respondió sin despegar la vista de la computadora.

—¡Deja eso y préstame atención! —rugió el hombre.

Al instante, puso a un lado el aparato y se sentó más erguida. Lo contemplaba seriamente, con los grises ojos muy abiertos.

—Bien. Creo que es hora de que le pregunte a De Lois quién le ha dado información sobre mis asuntos. He pensado mucho en eso. Por aquí debí haber comenzado.

—Esa mujer ha venido a decirte cosas. ¿Cómo puedes creer...?

—¿Te vas a atrever a negarlo? Entonces tendré que preguntárselo a él personalmente.

Estaba acorralada pero se había preparado para manejar esas situaciones y sacar el mayor provecho de ellas.

—Realmente no sé a quién debes tu lealtad —aseveró él con un tono muy grave.

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