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                                                             Adam

—No voy a ir, papá.

—Oh, por el amor de Dios. —Papá agarró el volante apretándolo notablemente—. Adam, solo te vas hacer un examen de sangre y un análisis. Eso es todo. ¿Por qué haces tanto drama por eso?

—No voy a ir.

El suspiro de papá fue largo y sentido, pero si pensaba que yo estaba bromeando, se equivocaba. Ni caballos salvajes podrían arrastrarme dentro del hospital de nuevo. ¿Realmente papá pensaba que era muy joven como para recordar lo que le ocurrió a mamá en uno de esos lugares? Si lo creía, entonces estaba equivocado. Yo había visto como mi mamá se consumía mientras los médicos y el hospital le chupaban la vida. Papá no entendía. Ni Dante. Ellos habían pensado que yo era muy joven para saber lo que estaba ocurriendo en el momento, entonces nunca contestaron mis preguntas adecuadamente o simplemente me ignoraban cuando quería saber sobre mamá y su enfermedad. No soy estúpido. Sé que mamá murió de cáncer cervical. Lo sé. Pero ella quería venir a casa. Odiaba estar en el hospital, ella me lo contó. Y no la habían dejado irse.

—La doctora Planter dijo que solo te enviaba por unos exámenes para ser precavidos, —dijo papá.

—También dijo que probablemente no era nada, solo una combinación del clima, fatiga y el estrés extra que siento por mis exámenes, —le recordé a papá.

—Sí, pero no dolerá hacerte las pruebas.

Me volví a mirar por la ventana. No tenía sentido discutir, y además probablemente mis dolores de cabeza se detendrían cuando llegáramos a la cita para el análisis.

Papá recordó encender la radio justo cuando nos cambiamos a nuestro carril. ¿Por qué molestarse cuando íbamos a estar en casa en menos de un minuto? No era como si fuéramos a escuchar más de un verso a lo sumo. Papá empezó a cantar en el momento en que reconoció la melodía. Y sonaba sangrientamente horrendo. No podía llevar el ritmo de la melodía.

—Papá tus cantos apestan, —le dije.

Nos detuvimos frente a la casa y papá apagó el motor. —Ustedes, chicos, simplemente no aprecian mis estilos musicales únicos, —me informó con altanería.

—Sigue diciéndote eso, —Abrí la puerta y esperé fuera del carro, incapaz de escuchar otro ruido insoportable. Miré nuestra casa adosada con su puerta frontal color azul oscuro, los marcos de los ventanales pintados de blanco y su alta compuerta de madera a un lado. Como un abrigo muy gastado pero confortable, nuestra casa era especial en una forma que no era obvia. Era algo que no podía ser visto, solo se podía sentir. Y no era lujosa de forma alguna, pero me alegraba de verla. Aunque mamá ya no estaba con nosotros, a veces cuando estaba solo en casa o solo en un cuarto, juraría que podía oírla, casi oler la esencia a rosas que solía utilizar, casi oírla reír como si se hallara en la otra habitación.

Casi.

Es por eso que amaba nuestra casa. Es por eso que hasta donde yo sé, nunca quise vivir en otro lugar. Me dirigí al sendero de mi jardín y giré mi llave en la puerta, con papá siguiéndome atrás, todavía hablándome de sus estilos musicales. Juro que hacía que mi dolor de cabeza empeorara.

Una novela de Malorie Blackman

Boys Don't CryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora