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                                                             Dante

Me desperté con el sonido de un maullido lastimero, como si el gato de al lado estuviera molesto o algo así. Con los ojos cerrados, mentalmente me di un manotazo tratando de alejar el ruido. Entonces me acordé. Me las arreglé para mantener los ojos abiertos, Emma estaba de pie, agarrándose de los barrotes de su cuna, mirándome. Cuanto más me acercaba a ella, más me golpeaba el olor. Y el olor era terrible. Quiero decir, realmente muy, muy malo. En el camino me capturó la garganta y la nariz. No necesitaba ser un científico para saber que estaba a punto de estar metido hasta las rodillas en popó de bebé.

Maldita sea, yo no firmé para esto.

Tenía que haber alguna salida. Yo no iba a cargar con una niña que hasta podría no ser mía. Los niños son realmente, espantosos, malolientes y exigentes sin descanso. Yo no necesitaba esto. Mi vida ya estaba llena. No había lugar para Emma. Yo no iba a jugar este juego, poniendo mi vida en suspenso durante los siguientes dieciocho años. De ninguna manera. Pero por ahora, me gustaría hacer lo que tenía que hacer. Sólo por ahora.

Diez minutos más tarde, el ataque a la mayor parte de mis sentidos se había terminado. Pero Emma seguía llorando.

―¿Qué pasa ahora? ―Le pregunté, con la irritación más que evidente en mi voz. Ya la había cambiado, limpiado, y ella no estaba cansada, ya que sólo acababa de despertar ―¿cuál era el problema?

Debe tener hambre, me di cuenta. A regañadientes, la levanté, me dirigí hacia las escaleras. Papá ya estaba vestido con su traje y corbata, y estaba sentado a la mesa de la cocina con Adam.

―Hola, Emma ―dijo Adam sonriendo.

―Buenos días, ángel ―dijo papá. ¡Y seguro que no estaba hablando a mí!

¡Y buenos días a ustedes también!

―He hecho un poco de papilla ―dijo papá―. La tuya está en el microondas. La de Emma está en la cocina, enfriándose.

Senté a Emma en su silla. ―No tengo hambre. ¿Podrías hacerlo tú, por favor? Voy a volver a mi habitación ―le dije a papá.

―No sin tu hija, no ―dijo papá.

―¿Qué?

―Donde tú vayas, ella va ―dijo papá frialdad―. No se tiene todo al alcance de la mano cada vez que uno lo desee.

Papá y yo intercambiamos una mirada de hostilidad mutua. Pero yo podía leer su expresión como uno de los libros de dibujitos de Emma. Si me iba a mi cuarto, se aseguraría de que Emma se uniera a mí unos cinco segundos más tarde. Con un suspiro, le puse la papilla en uno de los tazones que papá le había comprado junto con la cuchara a juego. Tomé una cucharada para verificar la temperatura, pero realmente deseé no haberlo hecho. Era blanda, hasta el punto de estar totalmente sin gusto a nada.

―¿Qué pasa con esto? ―Le pregunté a papá.

―Es probable de que esté sin sal. Los niños de la edad de Emma no pueden soportar una gran cantidad de sal ―me dijo papá.

Mi plato de papilla estaba el horno de microondas, haciéndome señas. Yo estaba dispuesto a empaparla en jarabe de arce y consumirla. Me moría de hambre. Puse la papilla de Emma en su silla, entregándole su cuchara de plástico y me dirigí hacia el microondas para conseguir mi desayuno.

Boys Don't CryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora