Self Indulgence

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No pueden juzgarme por lo que hice o lo que no, yo hice lo mejor para él, para nosotros.   

#5 

Self Indulgence

Él me había regalado sus ojos y sus sonrisas, sus labios y sus caricias. Él me había regalado sus risas y sus despertares, y sus sueños y sus realidades.

Nos habíamos mudado a vivir a un lugar donde a nadie le importa quién o qué se supone que eres, nos habíamos amado desde el primer segundo del día hasta cuando el último moría.

Él me había regalado su corazón, y yo le regalé el mío.

Su nombre alguna vez fue Frank Iero, con F de frío o de felicidad. El mío es Gerard Way, o eso creo.

Lo conocí en medio de la muerte y la locura, corriendo con una bolsa de papel pegada a su pecho, siendo perseguido por dos hombres que no se detuvieron ni cuando él entro en la autopista sin mirar a los dos lados. Sus ojos bonitos se iluminaron como flashes mientras corría entre los faros de la asquerosa ciudad, manchados en miedo.

A mí nunca me gustó el miedo en los ojos de Frank.

Por eso fue que corrí detrás de ellos, con mis pulmones ardiendo a causa del cigarrillo que llevaba fumando desde hacía 7 años. Los pies cansados de todo lo que había caminando ese día, mis músculos gastando sus últimas reservas de energía para mantenerme al paso y más allá. Pero mayor era el esfuerzo de Frank por correr, su delgaducho cuerpo tan pálido como el de un muerto, tan huesudo como una calavera y tan asustado como debería estar.

Sentí mis labios tan llenos de polvo arder mientras mi corazón latía hasta el punto de doler. Frank no parecía ser de aquí, porque dobló a la derecha en un callejón sin salida. Sin su salida.

Así que yo me volví su salida, entrando detrás de ellos. Frank estaba pegado a la pared, su pecho subiendo y bajando con cada costilla remarcada a la delgada camisa que llevaba. Su cabello pegado a la cara, negro como la noche. Sus ojos destellaron cuando me vieron, el aro en su boca brilló más con su saliva y la escasa luz que se colaba de los pocos faros.

Frank pegaba la bolsa a su pecho, y en cuanto los hombres me vieron se rieron de mí. Seguramente se burlaron de cómo lucía, con las ropas sucias, el cabello alborotado, los jeans rompiéndose a pedazos. Se rieron hasta que saque el arma de mi bolsillo derecho trasero y les volé el cerebro.

En realidad no fue exactamente así, como ex estudiante de Medicina usaré la descripción correcta: La munición entró entre el hueso frontal y el nasal, rompiendo las suturas que unen ambos, clavándose hasta el fondo, rompiendo vasos sanguíneos y quemando la medula oblongada en un rebote, partiendo a la mitad la totalidad del encéfalo. Muertos, muertos tan solo un segundo después del disparo.

Quizá su muerte fue excesivamente rápida.

Caminé un paso hacía Frank, luego otro y luego otro. El no tuvo a donde más retroceder, su espalda estaba pegada ya hasta la pared, ni un centímetro de diferencia. Su torax elevándose con fuerza, las aletas de su nariz hinchándose con el esfuerzo tan bestial con el que obligaba a sus pulmones a respirar. La adrenalina drogando cada parte y visera de su cuerpo. Sus labios húmedos por su saliva y sus ojos tan hermosos, llenos de miedo.

Pero yo sé que nunca me tuvo miedo a mí.

Corté la distancia entre nosotros y lo tomé por la cintura, pegándolo a mi sucio cuerpo.

 Respiré directamente en su oído antes de besarlo con fuerza, con las ganas de romperle los labios con mis dientes. Frank al principio no respondió a nada, ni siquiera intento apartarme de él; Pasaron apenas segundos antes de que sus labios respondieran, restregándose contra los míos de una forma tan húmeda que resultaba vulgar.

Como una bomba de tiempo, sabíamos que estábamos destinados a explotar  [FrerardDonde viven las historias. Descúbrelo ahora