XI. Los Amantes del Crepúsculo

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Si le hubieran dicho a Bryssa Brandigamo que unirse a la Compañía de Thorin Escudo de Roble no resolvería el tratamiento que le seguía dedicando el enano, tan cortante y casi indiferente, quizá se hubiera pensado mejor el firmar el contrato en el que muy claramente, Balin le había comunicado que los riesgos eran altos y las probabilidades de sobrevivir escasas.

Bryssa sin embargo, no hubiera sido Bryssa si no hubiera firmado casi sin echarle una segunda ojeada, el largo pergamino lleno de advertencias. Balin le había tendido una pluma manchada de tinta casi al instante de coger el pergamino, y sin mirar, Bryssa había garabateado su nombre en una firma dispersa y curva.

Formaba parte de la Compañía, pero el trato de los enanos, era el mismo que cuando todavía no era una de ellos. Había pasado una semana desde que abandonaran el precipicio de ábroles ardientes a lomos de las Águilas, y se habían desplazado mucho más cerca de los lindes del Bosque Negro, aunque estos no fueran más que una mancha todavía muy lejana en el horizonte. De vez en cuando, Thorin se hacía con el sigilo de los hobbits para que estos otearan las fronteras en busca de pistas sobre el paradero del séquito de orcos y huárgos de Azog. Los seguían, era cierto, pero hacía días que no tenían indicios que les indicaran si se encontraban cerca o lejos de sus improvisados campamentos.

    —Siempre quise veros a todos a salvo —había dicho Gandalf un día—, si era posible, al otro lado de las montañas, y ahora, gracias al buen gobierno y la buena suerte, lo he conseguido. En realidad, hemos avanzado hacia el este más de lo que yo deseaba, pues al fin y al cabo esta no es mi aventura. Puedo venir a veros antes que todo concluya, pero mientras tanto he de atender otro asunto urgente.

Los enanos habían gimoteado desolados y Bilbo y Bryssa por poco se habían echado a llorar. Creían que Gandalf los acompañaría durante toda la travesía, especialmente para ayudarlos a salir de cualquier dificultad que pudieran afrontar, pero lastimosamente, el mago tenía otras cosas de las que preocuparse, unas que concernían una fortaleza abandonada y un nigromante, aunque ninguno de los allí presentes, a excepción del propio Istari, lo supiera.

Los enanos habían hecho todo lo posible por hacer que el mago se quedara con ellos durante todo el camino, incluso Thorin le había ofrecido oro del dragón, plata y joyas, pero Gandalf, aunque halagado, no había cedido.

    —No desapareceré en este mismo instante. Puedo daros unos días más de mi compañía; quizá llegue a echaros una mano en este apuro, y yo también necesito una pequeña ayuda. No tenemos comida, ni poneys, ni equipaje. Estáis todavía muy al norte del sendero que tendríamos que haber tomado, si no hubiésemos cruzado la montaña con tanta prisa. Muy poca gente vive en estos parajes, a menos que hayan venido desde la última vez que estuve aquí, años atrás. Pero conozco a alguien que vive no muy lejos.

La incertidumbre había invadido a Bryssa sin remedio alguno. Curiosa como era, no podía evitar preguntarse quién viviría tan alejado de los pueblos de los Hombres, los Elfos y los Enanos, por no decir de los Hobbits. Gandalf, que le había dirigido una pequeña mirada, había leído sus pensamientos y no había tardado en responder a su pregunta, no sin hacerlo de una manera un tanto esquiva.

Bryssa | El Hobbit & ESDLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora