A la mañana siguiente me desperté como una rosa. De día no temía, sólo de noche. Y, yo, que antes amaba la noche, la amaba tanto que florecía en mi alma. Y por eso la odié, porque la empecé a amar. Y cuando se quiere algo o cuando se odia, un día u otro, en un instante repentino se empieza a sentir aquel sentimiento opuesto: el odio o el amor. Hay veces en que se ama y se odia y otras en que, simplemente, no se siente nada.
Bueno, pues como iba contando, los días iban pasando. Recuerdo que cuando ya no estaba tan cansada, al cabo, aproximadamente, de unos tres o cuatro días, la psiquiatra me llamaba para hablar con ella en una sala, en otra habitación. Y, allí, me hacía preguntas sobre mí. Hubo un momento crucial justo cuando me di cuenta de que yo no iba a ser princesa. Le dije algo similar a lo siguiente: "¿Quién soy?" Y ella me dijo: "¿Tú quién crees que eres?" Otro momento crucial fue cuando le dije: "Mi ser racional me dice que él no puede estar aquí abajo, hablándome, pero, en cambio, mis sentimientos me dicen que sí está." Allí, mi alma cayó al suelo, derrumbándose por completo, justo cuando empecé a ver la realidad, la realidad que veían las otras personas y no la mía. Me estampé contra ella.
Recuerdo que salí de la habitación, la que estaba enfrente de la mía, y me tocó ir a una sala donde las personas ingresadas hacían ejercicios mentales para reforzar la mente, en mi caso, no pude. Lo único que hizo fue sentarme en una mesa a parte y, con una carpeta hecha de cartón de color naranja que me dieron, y los ojos cristalizados, comencé a dibujar flores, mis flores. Las que me identificaban. Las que salían de mi alma.
Entonces, levanté la cabeza, justo cuando Joel me estaba observando, preocupado, o aquello parecía. Él también estaba haciendo ejercicios para, vete a saber qué. Ya no sabía nada. Sólo sabía eso, que ya no sabía nada. Así que me quedé allí, como una flor marchita o como una flor que acababa de nacer, de salir a luz, de debajo de la tierra a la vida real quien, por mala suerte, fue aplastada por un pie. Esa era yo. Marchitada y aplastada por un pie.
Los días iban pasando. No recuerdo el día, sólo sé que tenía una compañera. Tampoco recuerdo cuando me di cuenta o cuando nos presentamos. Por suerte, o no, estaba más loca que yo. Abría los ojos, miraba a todos lados de la habitación, me levantaba, cogía la ropa, me duchaba. Después, me secaba el pelo y seguidamente iba a desayunar con los otros chicos y chica. Hacíamos alguna actividad, como jugar a algún juego y, después, hacíamos "deberes". Después mirábamos la televisión mientras observábamos la puerta con ansias de comer. Los primeros días no me daban el menú para escoger la comida porque no estaba en condiciones de pensar, pero, al cabo de un tiempo, ya me lo daban. No estaba mal la comida pero engordé. La verdad es que sí. Me costaba comer, eso también. Pero no tenía otra opción que quedarme allí metida hasta las cinco, que era cuando venían las visitas.