3

25 0 0
                                    

Cuando mi padre aparcó, entramos al hospital, en la zona de Urgencias. Tenía el presentimiento de que iba a ser princesa, de hecho, cada cosa, persona o gesto que veía me lo indicaban. Era aquello superficial a distancia, pero que, desde otra perspectiva, parecía demasiado profundo, demasiado real; demasiado.

Anduvimos por los pasillos del hospital; yo con una felicidad extrema sin entender absolutamente nada y, es que, ciertamente, no estaba entendiendo nada. Nada de nada. Llegamos a parar a una sala llamada "Sala Infantil". Allí esperamos sentados en unos asientos que había. Me quedé observando la sala que estaba llena de dibujos, letras y frases de colores. Había dos niñas también. Telepáticamente les dije que me ayudaran, que salieran fuera y fuesen a buscar a mi príncipe azul. Pero ¿quién? Si no había nadie fuera, nadie estaba esperándome, ni buscándome y yo, no iba a ser princesa, pero aquella fue mi ensoñación, mi posición en una realidad paralela.

Observé las paredes, de colores, con dibujos. Recuerdo que la pared de mi derecha tenía números. Era una escala del uno al veinte. Alguien, el que pensaba que sería el amor de mi vida, me envió un mensaje por telepatía diciéndome que debía descifrar el mensaje y ser fuerte. Que saldría de esta, que sería la reina de España y que juntos cambiaríamos el mundo. Entonces me dijo que estaba fuera, en la calle, en la entrada. Actué. Actué mal, pero actué. Le dije a mi madre que necesitaba ir al baño. Entonces me acompañaron. Y, antes de salir, me preparé para ir a buscarle, es decir, escaparme de aquel agujero que cada vez se apoderaba más y más de mí. Salí y empecé a correr, pero mi madre me cogió del brazo. Con desesperación. Con incerteza de no saber qué carajos estaba pasando. ¿Y yo? ¿Yo lo sabía? Me obligaron a regresar a la "Sala infantil".

Al cabo de un rato -perdí la noción del tiempo- me hicieron pasar a otra sala, más pequeña. Allí, una señora me estaba enviando un mensaje mediante la mente. Me dijo que luchara por mi amor, que no me rindiera, que aún era joven y que lo conseguiría.

Por aquellos tiempos, tenía diecisiete años y estaba muy perdida. Me pensaba que era la dueña de mi vida, que llevaba las riendas. Pero no fue así, la locura me llevó al borde del precipicio, del casi suicidio. No quiero ser dramática, pero me podría haber matado yo sola. No sé cómo, ni cuándo, pero sí tal vez el porqué.

Seguimos esperando, yo esperaba a verle a él. Mis padres, mis ángeles; suerte que me salvaron, suerte que me cogieron a tiempo, suerte que me encerraron entre cuatro paredes, suerte que fueron pacientes. Suerte que no me suicidé, ni me hice daño. Suerte. Suerte de ellos, de mis padres.

Después de pasar a otra sala, me hicieron pasar, sola, en una habitación pequeña con una mujer, que tal vez era enfermera, pero yo sin ser consciente de ello. Le conté una historia, que viví, pero sin ser de mí. Siendo siempre yo, pero otra. Viviendo una realidad paralela. No me juzgó, simplemente apuntó cuatro cosas en una libreta para darse cuenta de que mi cabeza estaba hueca y vacía, derechita a la flor marchita, como aquella mariquita que nunca pudo volar.

Seguidamente, pasé a otra sala con mis padres, allí observé detenidamente cada rincón de aquel lugar. Me parecía fascinante, cada simple cosa, el mensaje que podía transmitir, y sólo a mí. Porque los demás estaban bien. Era yo la que estaba enferma.

FLOR MARCHITADonde viven las historias. Descúbrelo ahora