CAPITULO 21

816 88 66
                                    

Tenía trece años cuando Isabella, mi mejor amiga, se suicidó.

La conocí cuando apenas éramos unas niñitas, hicimos la escuela juntas y fuimos inseparables. Sus padres se hicieron amigos de los míos, fue inevitable ya que prácticamente vivíamos pegadas. 

Al ser hija única, Isabella ocupó el lugar de una hermana con creces. Nos encantaba observar a las personas que pululaban a nuestro alrededor, ver cada movimiento que realizaban cuando pensaban que nadie las veía; desde descubrir cuando alguna niña se hacía en los pantalones, hasta avistar cómo el profesor de Literatura se encerraba en el armario de limpieza todos los martes a las 10.50 de la mañana con la profesora de Química y salían diez minutos después con las mejillas encendidas y el cabello alborotado. Con la ingenuidad propia de la edad, imaginábamos que ordenaban el lío de adentro o que discutían allí para que nadie los oyera; hoy entiendo lo que sucedía en ese cuartucho oscuro que reposaba al final del pasillo principal del edificio. A veces interceptábamos papelitos con mensajes de amor y chantajeábamos al emisor con que nos comprara golosinas o, en caso contrario, delatábamos su anonimato; todo era muy inocente.

Solíamos perdernos en los relatos de algún caso en el que mi padre trabajaba. Nos narraba paso a paso el procedimiento que utilizaba al entrar en una escena de crimen, al perseguir a algún sospechoso. Lo hacía para entretenernos, era su trabajo, lo que conocía. Puede sonar mal, pero agradezco que haya muerto antes de ver el desenlace que tuvo nuestra obsesión desmedida.

Nuestra niñez fue alegre, activa, derrochábamos energía construyendo teorías y conspiraciones, muchas veces producto de nuestra imaginación. Éramos una fuente repleta de secretos y teníamos el pacto de no sacarlos a relucir. No teníamos maldad, no le queríamos arruinar la vida a nadie, sólo queríamos conocer el mundo a través de los demás. La curiosidad nos entretenía con historias que no eran nuestras, tal vez teníamos miedo de vivir nuestra propia vida, de experimentar en carne propia, no lo sé.

A los doce años nos hicimos señoritas, Isabella un mes antes que yo. Eso implicó cambios corporales que si bien eran difíciles, estábamos obligadas a aceptar. Las fluctuaciones en el estado anímico a mí no me golpearon de lleno, pero a Isa le resultó penoso su control. Su humor era volátil, como la pólvora a la llama, oscilaba entre sentimientos pesimistas, se desvalorizaba a sí misma, para moverse a un estado de euforia, exaltación, en el que su felicidad era tan expansiva que contagiaba de energía a quien estuviese a su alrededor. Estos episodios se alternaban con momentos de notoria frialdad, indiferencia y neutralidad ante estímulos que generalmente captaban su atención.

Yo le seguía la corriente, era mi mejor amiga y nos complementábamos. Cuando nos sentíamos felices, la alegría se multiplicaba por cien; cuando estábamos tristes se multiplicaba por un millón. En reiteradas ocasiones nos encontramos llorando al descubrir cómo el novio de alguna compañera la engañaba con otra chica en secreto. Ni siquiera era algo que nos afectaba directamente, pero hería nuestros sentimientos y la fe en la bondad humana se nos fue por las cañerías.

Poco a poco busqué dejar de incentivar nuestras investigaciones, inmiscuirnos en la privacidad de las personas nos estaba afectando de una forma negativa, en especial a Isa. Al principio fue un juego, pero en algún momento se nos fue de las manos y no lo percibí a tiempo. Había conseguido marcar una línea divisoria entre la vida de los demás y la mía, pero Isabella comenzó a confundirse; por supuesto pensé que bromeaba, pero con el primer episodio una alarma en mi cerebro se activó, algo no andaba bien.

Una mañana normal como cualquiera, la campana del recreo sonó indicándonos que éramos libres, dentro del perímetro del edificio de la escuela, por treinta minutos. Con Isa nos escondimos en un armario dentro del aula, ya que en el último mes dinero y varios objetos habían desaparecido de las mochilas de nuestros compañeros. Esperamos en la oscuridad de ese pequeño espacio varios minutos, hasta que divisamos a José, un chico robusto del último año que siempre se metía en peleas, ingresando sigilosamente al salón, mirando cada tanto por encima de su hombro para comprobar que nadie se percataba de su presencia no deseada. Su mano tosca comenzó a rebuscar en las pertenencias ajenas, hasta que con una sonrisa triunfante extrajo un billete de veinte pesos y se lo guardó en el bolsillo.

Muñeca del Destino [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora