Capitulo VIII. El nido

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Aún lo recuerdo perfectamente, como si el tiempo se hubiera detenido en ese preciso instante, capturado por siempre en una bola de cristal, los detalles pueden verse cubiertos por borrosos copos de nieve, pero la esencia prevalecerá hasta que yo perezca con ella.

El preciso instante en el que la puerta con el numero tres se abrió ante mis tiernos ojos, la habitación era tan blanca, inmaculada como la pureza misma, un destello capaz de lastimar la retina, podía transmitir un sinfín de sentimientos menos el de paz y calma.

El mundo se encontraba mudo, para este primer contacto la presencia de sonido era irrelevante, irrisorio, porque recuerdo perfectamente el cuarto blanco, pero también su voz, tan amable y cálida, capaz de irradiar tranquilidad, y aún así nunca he podido entender cómo era posible que existiera una disparidad tan palpable entre su persona y el lugar que lo resguardaba.

-Adelante, por favor, sean bienvenidas, pónganse cómodas, me alegra que hayan podido llegar. – para mi corta edad todo estaba cubierto por una capa de inocencia que solo los niños son capaces de ver, en mi reducido mundo esta era una visita común y corriente, como ir a comprar comida a la tienda, o visitar a la abuela. El peligro y la preocupación estaban ausentes bajo mi percepción, aunque no podía decir lo mismo de la mujer que venía caminado detrás de mí.

-Le agradezco que nos haya recibido de manera tan repentina, pero es que no sabía a quién recurrir, mi esposo y yo... estamos desesperados. – mi madre estaba hecho un manojo de nervios, a pesar de que había intentado actuar natural conmigo era fácil saber cuando algo la estaba atormentando, durante los días anteriores había tratado con todas sus fuerzas aparentar que mi problema no le afectaba, pero todo tenía un límite.

-Descuide, hizo lo correcto al traerla conmigo, ya verá que resolveremos esto – mientras ellos continuaban con las formalidades yo me encontraba observando un cartel en la pared, en él se podía ver la silueta de una persona, dentro de la cabeza podía apreciarse una nuez demasiado rugosa y pálida, me preguntaba con mucho interés por que una nuez necesitaría tantas palabras encima, justamente por eso no pude advertir las pisadas acercándose en mi dirección.

-¿A quien tenemos aquí? – me di la vuelta con la curiosidad inundando mi expresión, él por su parte inclinó todo su cuerpo hasta que sus ojos estuvieron a la altura de los míos, jamás podré olvidar su aspecto, era de esas personas que por mas que lo evitases siempre dejaban una marca en tu memoria, su cabello castaño un poco largo y alborotado, sus ojos azules como el mar, una barba arreglada y sobria, su figura atlética ataviada con una bata blanca, y en el semblante la sonrisa más encantadora que haya visto. - ¿Cómo te llamas, preciosa?

-Elizabeth – la pureza de mi voz tiñó a la habitación de color instantáneamente.

-Elizabeth, que bonito nombre – replicó él con suma dulzura

-Muchas gracias – para este punto mi alegría no desaparecería en mucho rato.

-Eres una pequeña muy educada ¿Cuántos años tienes?

-Cinco

-¡Cinco! Estoy en presencia de toda una damita – diciendo esto hizo una reverencia muy exagerada, logrando así que arrojara unas cuantas risitas. – Y dime, Elizabeth, ¿Sabes quién soy yo?

-Un doctor

-Además de educada eres una pequeña muy inteligente ¿Ya sabes que quieres ser de grande, Elizabeth?

-No – negué con la cabeza ávidamente, el hombre de la bata blanca solo me sonreía con ternura

-Bueno, pero todavía tienes mucho tiempo para decidirlo ¿Verdad?

Elizabeth I: El chico en la ciudadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora