Capitulo XI. El chico en la ciudad

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 -Eli – la voz cantarina de mi madre sonaba en medio de la oscuridad, en cuanto la escuché acercarse cerré los ojos todavía más -Eli – mantenía apretados los dientes para apaciguar los incesantes nervios que trataban de apoderarse de mí – Eli, cariño ¿En dónde estás? – sin poder soportarlo más coloqué ambas manos sobre mis oídos deseando estar lejos de ahí, en un lugar donde no existiera el miedo, donde sentirme segura, un lugar en donde pudiera ser libre - ¡Te atrapé!

La puerta del armario se abrió con un fuerte golpe, los rayos de luz entraron a toda velocidad, filtrándose a través de mis parpados, solo que estos fueron obstruidos casi al instante por la silueta de una mujer. Me quedé callada, logré reprimir exitosamente un suspiro de frustración, al igual lo que pudo haberse convertido en un sollozo, no sé por qué pensé que esa vez finalmente funcionaría.

-¡Ahí estás! – estaba sentada en el suelo, rodeada de pesados abrigos, mi madre se encontraba de pie frente a mí, pero yo no la veía, ni siquiera hacía el menor movimiento, en una situación desconocida probablemente se habría alterado demasiado, o habría reaccionado de la forma más dramática posible, pero no fue así, ella sabía perfectamente que mi actitud era completamente normal. -Eli, no es momento de jugar al escondite, llegaremos tarde – me hallaba acorralada, era consciente de ello, y también de que resistirme solo prolongaría más la situación, así que sin oponer la menor resistencia me puse de pie.

Con el cabello desaliñado, y una inexpresiva mirada apuntando hacia el suelo me presenté ante mi progenitora como la desmejorada imagen de su hija. Ninguna dijo nada en la inmediatez, ambas teníamos la certeza de que no deseábamos atravesar la misma rutina de siempre, se había vuelto cansado.

-Corazón ¿Estás lista? – pasaron un par de segundos hasta que decidí asentir lentamente, ella solo se limitó a tomarme de la mano y arrastrarme fuera de lo que durante unos cuantos minutos había sido mi refugio, la fortaleza de la esperanza, el armario de mis padres.

Salimos al corredor en dirección a mi habitación, la casa se sintió tan vacía cuando mi padre se fue, antes pensaba en sus viajes de trabajo como una oportunidad para que me relatara incontables historias maravillosas, o me trajera algún recuerdo, pero en ese momento lo único que significaban era la pérdida del único soporte que me quedaba, la luz que alumbraba mi camino se había extinguido, el descenso a la oscuridad comenzó con su partida.

En un desesperado intento de hacerme sentir mejor mi madre había decidido tomar su lugar, el problema radicó en que realmente le costaba mantener las apariencias, su ridícula interpretación de una madre alegre y juguetona solo conseguían desanimarme más, sabía perfectamente que en el fondo no se sentía así, y solo me hacía extrañar más a papá.

Justamente por eso comencé a esconderme en el armario todos los viernes antes de ir a la clínica, en un inicio mi madre pensó que aquel comportamiento era preocupante, pero el doctor salió en mi defensa alegando que se trataba de una respuesta normal por la ausencia de mi padre.

En parte era cierto, pero la verdadera razón que tenía para hacerlo era la ilusión y el optimismo, una promesa de rogar con todas mis fuerzas para poder terminar con la tormenta que llevaba torturándome durante tanto tiempo, así que siempre regresaba a mi oscuro escondite, a la espera de que algún día mis deseos se hicieran realidad.

Me llevó hasta el tocador de mi recamara, accionó el interruptor que encendían las luces que estaban encima del espejo, instantáneamente fue iluminada la imagen de una pequeña niña sentada frente al cristal, aquel rostro había perdido toda pizca de inocencia, aquella alma soñadora ya no estaba, en su lugar quedaba la completa ausencia de la niñez, me habían arrebatado mi posesión mas preciada, mi infancia.

Elizabeth I: El chico en la ciudadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora