VOLVER

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El tango nos dice que veinte años no son nada, pero puedo asegurarles que eso no es verdad. Para mí, aquellos últimos veinte años habían sido como toda una vida, dolorosa y larga. Imposible de vivir. Una eternidad inaguantable por haberla transitado escapando, añorando y haciéndome preguntas que quizá jamás obtendrían respuestas.

Nueve mil cuatrocientos kilómetros pueden parecer una distancia enorme, pero no; nunca es demasiado lejos cuando has dejado media parte de tu ser del otro lado del mundo. Nunca es suficiente el tiempo transcurrido cuando despertás cada mañana con un vacío en tu cama, en tu vida y en tu alma; aunque no estés solo y haya una persona durmiendo a tu lado. Por eso recordaba ese regreso, por haberlo imaginado un millón de veces, por haberlo vivido una y otra vez en pesadillas y sueños, en los que esa vuelta podía tener incontables desenlaces; y siempre, indefectiblemente, me despertaba con la misma sensación de miedo y de impotencia. Miedo a lo que podía encontrar. Miedo al olvido y a su indiferencia. Miedo a que todo lo sucedido solo continuara con vida en mi cabeza y en mis recuerdos. Y ese mismo temor fue el que me contuvo todos esos años en los que preferí la incerteza y en los que, aferrado a mi cobardía, pretendí que podía ir hacia otro lado y, mientras intentaba alejarme, trataba de convencerme de que una mañana iba a despertar y que todos esos fantasmas se habrían desvanecido, como lo hacía el eco en aquellas majestuosas montañas patagónicas. Eso jamás sucedió. Muy por el contrario, los espectros y las sombras fueron creciendo con el correr de los años hasta que un día llegaron a hacerse tan grandes y fuertes, que fueron ellos mismos los que terminaron empujándome a hacer lo que juré mil veces que jamás haría. Fueron ellos los que me obligaron a desandar tantos kilómetros, a buscar respuestas e intentar cerrar viejas heridas. Había llegado a un punto en mi vida en que lo único que podía anhelar era perdonar mi pasado, perdonarme a mí mismo.

Las agujas del reloj parecían no haberse movido desde la última vez que las había consultado. El tiempo semejaba suspendido, igual que el avión que me transportaba. La ansiedad hacía que tuviera la sensación de que había pasado un siglo desde que abandonara Toronto. Como si mi destino se alejase mientras estaba en viaje, cual vengador huyendo de mí por haber escapado de él durante tanto tiempo.

En el reflejo de la ventanilla pude ver a un hombre que también me miraba. Su cabello había perdido vigor, los años vividos se evidenciaban en su aspecto. Observé cada marca, cada pliegue en la piel de su rostro. Me detuve un instante en sus ojos pardos, su antiguo brillo era casi inexistente; se me antojaron vidriosos, entristecidos.

¿Quién era el hombre en mi reflejo?

No me reconocía.

Llegó a mi mente un recuerdo, otro más de los miles que me habían azotado en las últimas horas. Era tan vívido, tan real. Casi podía sentir el viento golpeándome la cara, haciendo que mi melena desgreñada ondulara con él mientras se deslizaba por debajo del vidrio apenas abierto de la ventanilla de un viejo tren a diésel. También podía ver su rostro reflejado, era el de un joven de veinte años. ¡Santo cielo!, su mirar era tan diferente. Él también sentía miedo, pero el suyo era distinto al que me invadía durante ese regreso. Era menos agobiante, porque no provenía de sí mismo o de sus fantasmas, era todo lo externo lo que lo asustaba. Me hubiese gustado poder advertirle, hubiera querido que supiera lo que estaba por venir, pero claro que eso no era posible. Se lo veía nervioso, queriendo disimularlo, sin poder evitar que esa intranquilidad se vislumbrara en cada movimiento que realizaba. El último año de su inexperta vida no le había sido fácil. Aun así, podía sentir cierta esperanza que lo empujaba, cierta confianza en que todo saldría bien; tal vez a causa de esa voluntad inexplicable e intrépida que solo la juventud es capaz de brindarnos.

Alguien me llamó tocándome el hombro, me di vuelta sobresaltado y vi que era una de las azafatas que me devolvía al presente. Me avisó que estábamos por aterrizar.

Me sudaban las manos.

Pude sentir cómo mi corazón se aceleraba, escuchaba mis latidos tan fuertes, que me avergonzaba pensar que alguien más también pudiera oírlos.

Había llegado el momento.

Una sofocante sensación me inundó: era arrepentimiento. Los viejos miedos se apoderaron de mí y de todos mis sentidos. Ya no quería estar sentado en esa butaca, pero tampoco podía hacer nada para cambiarlo.

No había vuelta atrás.

El avión atravesó una gruesa capa de nubes y, juntocon los picos nevados, aparecieron la cadena de lagos, el bosque; unainmensidad de tierra que nunca había dejado de sentir como propia. Desde elaire todo parecería estar tal cual lo recordaba, aunque sabía que eso no eraposible. De repente, sentí que había estado a bordo de ese avión los últimosveinte años de mi vida, justo desde el exacto momento en que me había marchado.Como si hubiese estado volviendo desde siempre, en un ciclo infinito en el que intentabaalejarme. Había jurado hasta el hartazgo que no lo haría y, sin embargo, desdeel maldito momento en que aquel ferry zarpó del embarcadero, supe que llegaríaese instante. A medida que el muelle se iba haciendo más y más pequeño, no tuveduda de que más tarde o más temprano el momento que estaba viviendo resultaríainevitable. Mi mente lo negaba, pero cada célula de mi cuerpo lo sabía: un díadebería volver.

MIENTRAS BUSCABA PERDERMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora