El que siguió fue un día largo y agotador. Las palabras no abundaron entre Andrés y yo aquella mañana. Tal vez porque estábamos cansados por habernos acostado a tan avanzadas horas o porque cada uno tenía la cabeza ocupada en pensamientos que nos alejaban de lo que estábamos haciendo. Durante la tarde dormí la primera siesta desde que había llegado. Las odiaba desde que mi abuela me obligara a hacerlas cuando era un niño. Había jurado que cuando tomara mis propias decisiones ya no habría más dormilonas vespertinas; me ponían de mal humor, despertaba con el diablo encima. Pero aquella jornada, después de almorzar, se me cerraban los ojos. Sentía que precisaba recuperar algo del sueño que había perdido en la madrugada.
Más tarde, la puesta del sol nos encontró justo cuando terminábamos de encerrar a los caballos. Los pobres siempre quedaban inquietos y bufando por el amontonamiento que producía toda la tropilla reunida entre esas cuatro hileras de alambrados que formaban el estrecho cuadrilátero del corral.
—Así es mejor, se protegen unos a otros —había explicado la primera vez que lo acompañé en la tarea y señalé el escaso espacio.
Allí tenían un bebedero circular hecho de cemento prefabricado que siempre rebasaba del agua extraída desde una napa subterránea por un viejo molino de campo, cuyas aspas de metal giraban incansables, empujadas por los incesantes vientos patagónicos, produciendo un monótono chirrido debido a la falta de lubricación entre sus engranajes.
El cielo se había enrojecido, parecía encendido por algún fuego lejano. Lo atravesaban nubes dispersas en colores violetas y rosados. Andrés colocó su pierna derecha sobre uno de los hierros oxidados de la tranquera que acababa de cerrar y, apoyándose en ambos brazos, habló entre dientes, sin quitar los ojos del enorme sol anaranjado que comenzaba a entrar por detrás de las montañas:
—Decime si este no es un lugar para quedarse para siempre...
Supuse que estaría hablando de manera figurada y entendí lo que intentaba expresar. No había que ser un lego para saber que estaba usando una frase hecha para alabar la belleza que se desarrollaba ante nuestros ojos. Belleza que en otro momento me hubiera parecido magnífica, pero no esa tarde. No sé si fue por la siesta o por los sentimientos encontrados que cargaba desde la noche anterior, pero sus palabras me molestaron. Una incomodidad creciente fue llenándome de a poco. No le respondí. Su frase me resultaba inoportuna.
¡Qué fácil quedarme allí y no pensar en marcharme!
¡Qué fácil podía parecer la vida en los momentos en que me olvidaba lo que me había llevado hasta ese lugar!
¡Qué fácil vivir en una ilusión!
¡Qué simple debía ser para él transitar aquellos días siendo un militar!
¡Qué liviano no tener esa sombra macabra persiguiéndote en tus pesadillas y ese temor siempre atosigante de intuir que más temprano que tarde cualquier momento feliz podía terminar bruscamente, por un descuido, por algún hecho involuntario y fortuito!
Sentí rabia hacia él, hacia mí, hacia la vida que me había tocado vivir. Tal vez fuera la impotencia inconmensurable que me provocaba lo que comenzaba a presentir que él despertaba en mí.
Ese atardecer era un momento perfecto que no encajaba en mi vida. Un instante ajeno, prestado. ¡Algo que nunca sería mío!
—Tengo frío, ¿podemos volver? —pregunté.
—Sí... Vamos... —respondió extrañado.
Cabalgamos en silencio.
Caía la noche y los grillos y luciérnagas se apoderaban de la naturaleza a nuestro alrededor.
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MIENTRAS BUSCABA PERDERME
RomanceSi tuvieras que optar entre poner a salvo tu vida y vivir tu más grande amor, ¿qué elegirías? Han pasado 20 años y Santiago vuelve a Ruca Curá, un lugar al que juró que jamás regresaría y al que había llegado por primera vez a finales de la década d...