DE VUELTA AL PUEBLO

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Algunos días después, una mañana mientras terminábamos de soltar los animales para su pastoreo, me preguntó si quería ir al pueblo con él, dado que debía buscar unas vacunas y mercaderías para resurtir el pequeño almacén de la estancia, ya que lo que habíamos traído el día de mi llegada casi se había terminado. Estuve de acuerdo, esa era mi oportunidad de averiguar en qué situación se encontraba el tema de los pasos hacia Chile. Una vez que estábamos en la casa, organizando la lista de compras y subiendo a la camioneta los envases vacíos que deberíamos cambiar por llenos, Isabella comenzó a insistir para venir con nosotros. A pesar de la férrea negativa de Enrica, la niña no se dio por vencida hasta que su padre terminó cediendo.

"La testarudez la heredó de él", pensé y sonreí.

Sin embargo, y a pesar de los berrinches, no la dejaron llevar con ella a Copo de Nieve, que se quedó balando en el jardín mientras nos alejábamos e Isabella se despedía desde el vidrio trasero. En el camino de ida, que se encontraba en mejores condiciones que la vez que lo habíamos recorrido para llegar hasta Escondido, la niña me enseñó una canción infantil que siempre cantaba cuando jugaba en el jardín. Era sobre una cantidad de perritos que morían de uno en uno. A pesar de que la canción iniciaba con diez cachorros y uno podía suponer que al llegar al último se acabaría, volvía a comenzar, una y otra vez, haciéndola inacabable y, para alguien más crecido, un tanto aburrida. Pero a ella le divertía. Lo que sí me causaba gracia era la manera en que reía cada vez que la reiniciábamos, con aquel: "si usted no ha entendido, se lo vuelvo a repetir". No había manera de no seguirle la corriente. Su padre nos miraba de reojo, parecía divertirse. Habíamos hecho una linda amistad con Isabella, el tipo de amistad que pueden tener un niño y un adulto. Yo sabía que era lo más cercano a un amigo que ella podría tener. Su madre no le permitía hacer mucho, debido a que sus defensas siempre estaban por debajo de lo normal; pero nos las arreglábamos para divertirnos, lo que me ayudaba a distraerme de todo lo que después, en la soledad de la cabaña, no encontraba manera de evadir.


Andrés se estacionó justo frente a la puerta de entrada del almacén de doña Alma, que al verme me recibió con un gran abrazo, un saludo lleno de afecto y entusiasmo. Hizo lo mismo con Isabella.

—¡Qué grande estás! ¡Hacía mucho que no venías! —le dijo a la niña, que le sonrió y me miró con cara de "¿Quién la conoce?".

Le agradecí el cariño de siempre y respondí entusiasmado todas las preguntas que tenía sobre mi trabajo en la estancia. Andrés escogía los víveres que nos llevaríamos y hablaba con algunos vecinos que también hacían sus compras. Conocía a todo el mundo. Verlo tan atento con esas personas me hizo sentir poco especial. Algo en mí deseaba que esa manera suya de ser fuera exclusividad mía e infrecuente con los demás. ¿Estaba celoso?

"¡Qué locura!", me reproché.

¿Cómo podía estar celoso de otro hombre, alguien que hacía poco más de un mes ni siquiera conocía?

—¿Qué tal mi recomendación, eh? ¿Vio que no se iba a arrepentir de contratarlo? —le preguntó la anciana en determinado momento.

—Buen peón, doña Alma. Muchas gracias por la recomendación —respondió y cambió de tema, más interesado en unas vacunas que había encargado en su visita anterior y que parecía que no habían llegado.

Isabella se acercó a su padre para pedir que le comprara algo.

"Cuánta sequedad", pensé fastidiado.

Unos instantes atrás se había estado deshaciendo en palabrerías ante una pregunta simple de una de las mujeres con las que había estado hablando y cuando le preguntaban sobre mí respondía: "Buen peón".

MIENTRAS BUSCABA PERDERMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora