UNA NOCHE DE TORMENTA

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En principio el beso me tomó desprevenido, aunque me había estado preguntando en qué momento iría a intentarlo. No la rechacé ni traté de alejar mi boca de la suya. Nos besamos por un instante y, al finalizar, su expresión me dijo que estaba complacida de haberlo intentado. Le sonreí, tratando de no parecer rudo o descortés. Repetí que debía volver al casco porque se estaba haciendo demasiado tarde para mi trabajo. Concordó en que debíamos regresar, de modo que comenzamos la caminata. Al llegar, noté que el auto de los padres de Enrica ya no estaba; tampoco el de los vecinos, se habían marchado. Lo segundo que percibí fue la mirada de Andrés, observándonos en la distancia. Su expresión no transmitía nada. Si los padres de Guillermina no hubiesen estado presentes, mis primeras palabras hubieran sido: "acabamos de besarnos". No porque quisiera hacer alarde de ello, sino para comprobar su reacción. Me intrigaba saber si él me animaría a que profundizara en ello o si, por el contrario, dejaría escapar algún dejo de incomodidad. Era absurdo pensar que pudiera sentir celos por mí, pero deseaba que así fuera.

—Les guardamos unos bizcochitos y pasta frola —dijo Enrica al momento de nuestro arribo.

—¿Dónde te habías metido, hija? —reclamó el padre de Guillermina.

—Estábamos paseando —respondió sin preocupación.

Volví a buscar la mirada de Andrés, pero estaba ocupado en algo que le decía Isabella. Esperaba algún gesto de complicidad de su parte, cualquier reacción, pero no encontré nada. Aún más extraño fue que durante los días siguientes tampoco hiciera mención al asunto. Y, aunque en algunas oportunidades contuve la tentación de contarle lo ocurrido, al final ambos acordamos tácitamente no hablar sobre el asunto.


Los días en Escondido resultaban ser más o menos iguales. Rara vez lograba distinguir un lunes de un sábado, ya que en cada uno de ellos debíamos atender idénticas tareas. Los únicos días diferentes eran los domingos, cuando Enrica amasaba pastas y la sobremesa se extendía casi hasta la hora de ir a recoger el ganado. Ese era un viernes, lo supe porque al llegar por la mañana a la casa principal, vi que el auto de la mujer no estaba en el galpón que la familia usaba como garaje, recordé que ese día debía llevar a Isabella al médico en Ruca Curá. Me preocupaba saber si aquella visita era de rutina o si había sucedido algo extraordinario después del cumpleaños. No quise ahondar en ello cuando me lo comentaron, llevaba casi dos meses respetando la promesa de no hablar sobre la enfermedad de la niña.

Después de mucho analizarlo, aproveché uno de esos momentos de silencios aburridos que se producían en el bote mientras "pescábamos" para intentar que Andrés se explayara un poco más.

—¿Enrica va a llegar tarde? —tanteé.

—Quizá. Después del hospital, iba a pasar por la casa del padre —respondió sin abrir los ojos, adormilado mientras tomaba sol.

No quería forzarlo, esperé a que agregara algo, pero volvió a sumirse en el silencio. Observé su metro noventa despatarrado en el bote. Volví a recorrerlo un par de veces con la mirada y se me ocurrió que por la posición en que se encontraba podría haber colocado sus piernas encima de las mías. Aunque recordé la vez que lo había apartado de manera brusca y que no lo había vuelto a intentar desde entonces. Me maldije por haberlo hecho. Aproveché que parecía estar dormido para acercar mi pie, lenta y tímidamente, al suyo. Puse especial atención en evitar el contacto. Mi dedo chiquito había quedado a tan solo un milímetro del suyo. No iba a tocarlo, esa cercanía me resultaba suficiente. Una vez más recorrí sus piernas hasta que me detuve en el estampado tropical de su short de baño. No pude evitar largar una carcajada.

—Bonito short —me burlé.

—¿Qué tiene? —preguntó, incorporándose con algo de modorra y mal humor por haberlo despertado. Aunque al mirarse, ladeó sus labios en una sonrisa mordaz.

MIENTRAS BUSCABA PERDERMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora