OVEJA DESCARRIADA

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Una noche, creo que durante mi segunda semana en Escondido, después de la cena acompañé a Isabella a su cuarto y comencé a leerle un fragmento de Heidi, tal como se había hecho costumbre. No habíamos avanzado mucho desde que comenzáramos la historia, ya que ella rara vez permanecía despierta por más de cuatro páginas y esa noche no fue la excepción. Enrica lavaba los platos en la cocina y, como siempre, encontré a Andrés fumando en el jardín, esta vez en compañía de Trasto. Usualmente charlábamos durante una media hora hasta que el primero de los dos mostraba algún signo de cansancio, lo cual parecía ser la señal que aguardábamos para despedirnos y que yo me marchara a la cabaña. En esa oportunidad, ni bien me vio se ofreció a acompañarme a pie. En un principio traté de desanimarlo, pero desandar los cuarenta minutos entre ambas casas a las once de la noche aún me causaba cierto resquemor. Los búhos, siempre vigilantes desde los postes de los alambrados, o las liebres que solían aparecer de repente en el medio del camino, hacían que me llevara más de un sobresalto durante el trayecto oscuro y solitario. La inmensidad de la noche en campo abierto puede ser abrumadora para quien no está habituado y a mí me estaba costando acostumbrarme. Insistió en andar conmigo, así que me despedí de su esposa y comenzamos la marcha con el perro siguiéndonos los pasos. Me enseñó un camino diferente al que yo solía hacer siguiendo las huellas de los rodados y pasando por los guardaganados. En cambio, quiso que tomáramos un atajo que atravesaba el monte de álamos y seguía un trazo diagonal a través de dos de los lotes de la estancia, cruzando un pequeño arroyuelo que desembocaba en el lago. Me sorprendí al ver la cabaña aparecer en menos de la mitad del tiempo que me hubiera tomado por el otro camino. Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad de la noche, por lo que no me resultó difícil distinguir la construcción de madera, mientras trataba de atinarle a las resbalosas piedras en el pequeño curso de agua que debíamos cruzar.

—¡Qué rápido llegamos!

—Viste, tenés que aprender del maestro...

Negué desaprobando semejante jactancia, él rio. Ese tipo de chiste le sentaba a la perfección y lo sabía. Al llegar a la puerta de entrada pensé que se despediría y emprendería el retorno; por el contrario, me preguntó si tenía ganas de que compartiéramos un café.

—Seguro, ahí preparo —le respondí ingresando.

Me siguió. Al entrar hizo un comentario gracioso sobre lo arreglado y limpio que estaba todo. Encendí el anafe de gas para calentar el agua en la vieja pava, él comenzó a deambular por el interior de la sala como si fuera la primera vez que la visitaba. Vi que se detuvo frente a una pequeña estantería hecha de troncos y tablas, sobre la que había varios libros que me había traído en mi segundo día en Escondido. Comenzó a revisarlos.

—¿Leíste alguno? —preguntó.

—Sí, leí "El Muchacho Persa", "Rebeca", "Se anuncia un asesinato" y la antología de poemas de Palacios.

—¿Los cuatro? —asentí en cuanto buscaba en el bajo mesada el filtro de tela para colar el café—. ¡Fah! Yo hace un año que estoy con un libro y no llegué ni a la mitad.

Yo seguía abocado a mi tarea, todavía se me dificultaba entender las mañas del antiguo anafe. Me llamó la atención que ya no hablara y me volví hacia él. Seguía parado en el mismo lugar, de espaldas a mí. Se volteó con una mirada algo jocosa y llena de curiosidad.

—¿Escribís poemas? —preguntó.

Reparé en sus manos y vi que había encontrado entre los libros el cuaderno en el que solía escribir. No había allí nada demasiado elaborado, apenas algunos textos, poesías o cualquier pensamiento que me surgiera. Insistió con la pregunta y no tuve más remedio que admitirlo a pesar de mi reticencia.

MIENTRAS BUSCABA PERDERMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora