TODO HA CAMBIADO

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El aeropuerto más cercano a Ruca Curá, inexistente veinte años atrás, se encontraba bastante alejado. Lo idearon en un lugar equidistante para poder ser usado por varias de las localidades vecinas, según me comentó, apenas iniciado nuestro viaje, el chofer que me conducía al lugar donde me iba a hospedar. Se trataba de un hombre un tanto tosco, con un acento extraño, que hablaba arrastrando las palabras al final de la oración y pronunciaba algunas de ellas con tal ceceo que resultaba difícil entenderle.

Los paisajes se sucedían con rapidez y yo trataba de reconocer algún sitio, cualquier rincón del camino en el que pudiera haber estado en aquel otro tiempo. No sé bien qué podía significar eso, quizás intentaba no sentirme un forastero. O tal vez buscaba algún detalle que me mostrara que Ruca Curá tampoco se había olvidado de mí y que, como un cómplice silencioso, había elegido perpetuar cosas añoradas para dármelas de presente el día en que decidiera, cual hijo pródigo, regresar a él. Sin embargo, encontré todo más gris, menos vivo que en mis recuerdos. A medida que íbamos recorriendo el camino, el clima fue desmejorando. Debía ser por la época del año, era julio, pleno invierno en el hemisferio sur y en la Argentina. Cierta nevisca había aparecido de repente en el aire, tornando el paisaje difuso, como si tuviera un telón pálido y traslúcido enfrente. Las laderas de las montañas se encontraban llenas de nieve, nunca las había visto así. Todo parecía más distante, más gélido. Mucho menos amigable.

—Y ¿qué hace? —lanzó el chofer.

—¿Cómo?

—Usted... ¿a qué se dedica?

—Ah, soy periodista y escritor...

—¿Ha escrito algún libro?

—Así es.

—¿Algo famoso?

—No, no... Nada... Nada importante...

Me di cuenta de que no tenía ganas de hablar sobre mí con un extraño; detallarle mi vida, mi carrera, mis años pasados. Las malas experiencias me habían tornado reservado, de modo que abrí el libro que traía en la mano y comencé a fingir que lo leía, mientras podía percibir la mirada del hombre estudiándome a través del espejo retrovisor. Debió captar la indirecta, ya que seguiríamos en silencio los tantísimos kilómetros que teníamos por delante, mientras alternaba mi mirada entre las páginas del libro y lo que pasaba del otro lado del cristal de la ventanilla.

—Se hizo largo, pero llegamos —lanzó el chofer.

Levanté la vista y encontré frente a nosotros aquel mismo arco, una especie de portal de bienvenida que poseía el pueblo. Sendas torres oscuras hechas de piedras extraídas en las cercanías, ambas erguidas a cada lado de la ruta, sosteniendo un enorme trozo de madera en el que alguien había tallado en letra de molde: "RUCA CURÁ". Con solo mirarlo, comenzaron a agolparse aún más recuerdos en mi cabeza. Alguno, no sabría decir cuál, me hizo sonreír. Esa era quizás la señal que esperaba. Ese cartel era idéntico al que tenía dibujado en la memoria. Ni un detalle diferente, ni el más mínimo indicio del paso del tiempo. Una paradoja temporal, en la que, habiendo pasado una vida entera para mí, apenas parecía haber transcurrido un segundo para el pueblo.

Tantos días interminables.

Tantos eventos sucedidos.

Había conocido tantas personas desde que me había tenido que ir de ese lugar y, sin embargo, allí estaba el cartel, incólume; igual a la última vez que lo había visto. Y aunque pasamos demasiado rápido por debajo de él, mi mente se quedó suspendida ahí. Contemplándolo.

"Nada ha cambiado", pensé.

Pero todo había cambiado. Y si no hubiese sido por ese arco de bienvenida y por los magníficos edificios del Centro Cívico que vi más adelante, hubiera jurado que estábamos surcando las calles de una ciudad desconocida. Pero la plaza, esa plaza, era sin lugar a dudas la misma de otrora. Un lugar trascendental en mi vida. Me llegaban miles de imágenes, aún más sensaciones confusas. Tantas antiguas palabras, tantos momentos inolvidables. Cada pequeño detalle reconocido representaba una infinidad de cosas imposibles de enumerar o de contener. Todos los sentimientos que había intentado enterrar durante años, me llenaron por completo.

Veinte años atrás era una eternidad y, sin embargo, parecía ayer por la tarde. Y ayer por la tarde, cuando salí de mi departamento en Canadá, parecía ser otra vida. Pero no podía dejarme engañar. Llevaba las cicatrices de todo lo que había pasado. Habían viajado conmigo. Estaban marcadas a fuego en mi alma, también en mi piel. Tan imborrables como lo vivido durante aquella temporada allí mismo, en las cercanías de Ruca Curá.

Seguimos avanzando y no conseguía distinguir ni una sola cara conocida, ni una tienda que perdurase desde aquel otro tiempo. Inclusive, el barrio al que estábamos llegando, donde se ubicaba mi hospedaje, ni siquiera existía entonces. El pueblo se terminaba a unas pocas cuadras del centro, se lo podía cruzar caminando en apenas quince minutos y toparse siempre a las mismas personas. Cuando el auto se estacionó en el ingreso de la hostería, una mujer de mediana edad y cuerpo rollizo salió a recibirme. Saludó a mi chofer con familiaridad, quien dejó un recado para su esposo y se marchó ni bien terminé de bajar el único equipaje que llevaba conmigo.

Sea bienvenido, señor Di Giovanni, llega usted en un momento perfecto; yo siempre les digo a mis huéspedes que el invierno es la mejor época del año para venir; hace mucho frío, sí, pero el calor del verano por aquí es terrible. Insoportable. Aparte, el cerro está siempre nevado ahora. Eligió usted el momento justo, acaban de inaugurar la nueva pista de esquí. Bah... Seguro que es por eso que está aquí, ¿no? Viene usted a esquiar, ¿verdad señor Di Giovanni?

—No, no sé esquiar... Solo vengo de paseo.

Ah, sí, pero puede aprender. Dicen que es una pista magnífica, yo todavía no pude conocerla porque trabajo todo el día. Vivo encerrada como una esclava en este lugar, pero me dijeron que la han hecho como los mejores centros de esquí de Europa. Es que el turismo ha crecido mucho últimamente... Lo que había antes era una porquería... ¿Usted ya había estado en Ruca Curá?

—No, es mi primera vez.

—Ah, estoy segura de que le va a encantar...

Me sorprendí con mi propia mentira mientras completaba con mis datos el libro de la recepción para proceder al ingreso. La mujer seguía hablando, sin importar si la estaba escuchando o no; comenzó a enumerar una cantidad sin fin de cosas que podía realizar para aprovechar los alrededores, muchas que ya conocía. Alcé la mirada como si estuviera prestándole atención, aunque veía sin mirar a través de ella. Me seguía preguntando por qué le había mentido.

"Quizá sea mejor así", traté de convencerme. Menos preguntas indiscretas, menos explicaciones para dar.

—Me gustaría poder alquilar un auto —la interrumpí.

—Ay, no tenemos agencias acá en el pueblo, dicen que van a abrir una el año que viene... Pero podemos tratar de hacer que le traigan uno desde Bariloche, aunque pocas veces hay disponibles; tienen pocas unidades, vio. La otra opción, aunque mucho más lejana y habría que esperar más, sería Puerto Manso...

"Puerto Manso", repetí para mí, separando las sílabas como si quisiera deshilar, fonema por fonema, el enorme significado que poseía ese lugar en mi pasado. Qué mágico había resultado en mi vida. ¡Hacía tantos años que no lo escuchaba nombrar! Algunos de mis días más felices los había vivido allí. Siete días, que luego parecieron meses por la enorme cantidad de recuerdos vívidos, tan llenos de detalles. Cada segundo guardado inalterable en mi memoria, como se guarda una preciada reliquia familiar. Remembranzas claras, palpables, únicas, que he repasado miles de veces en mi cabeza, como quien mira una misma película de modo incansable. Durante una semana había alcanzado una felicidad que no solo no había conocido antes, sino que tampoco creía que pudiera existir. Felicidad que perseguí desde el momento en que nos marchamos de sus costas y que, aunque nunca volví a encontrar, me mantuvo en pie hasta el instante presente.

—¡Listo! Todo arreglado —dijo la señora colgando el teléfono—, en dos o tres días le van a traer un auto desde Bariloche.

Dos o tres días. La ansiedad me embargó de nuevo.Quería resolverlo todo rápido, me urgía. Pero nada podía hacer, otra vez debíaesperar. Ruca Curá parecía tener siempre sus propios tiempos, indiferente a loque yo pudiera pretender. Decidí aceptar lo que el destino me tuviera preparado.Tomaría las cosas con calma. Quizá fuera mejor darme ese lapso, asimilar todolo que me ocurría. Aprovecharía para intentar poner en orden las ideas y lossentimientos. Me reencontraría con el lugar. Debía estar muy seguro de lo queharía y diría en el momento en que diera ese paso tan anhelado para el quehabía vuelto.

MIENTRAS BUSCABA PERDERMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora