UN CABALLO

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Durante las dos horas que siguieron me explicó las diferentes tareas que debía realizar en el campo. No parecía complicado y, según aseguró, trataría de estar conmigo en todo momento.

El sol, aún alto, comenzaba a perder de a poco su fuerza.

—¿Sabés montar? —me sorprendió.

—No, pero no parece difícil —dudé.

—Para nada. Más que del suelo no vas a pasar —se burló y largó una carcajada.

En ese momento, sentí nacer cierto sentimiento de admiración hacia él. A pesar de todo lo que me había contado más temprano, allí estaba, riendo. Cada vez que lo hacía involucraba todo su ser, desprendiendo cierta aura que te alcanzaba. Pensé que tenía todo el derecho a estar triste o a ser un amargado, en cambio se mostraba amable y abierto con un tipo como yo, que era un extraño, alguien a quien había conocido hacía apenas un día. No solo estaba siendo generoso tendiéndome una mano cuando lo precisaba, también era transparente, honesto; permitiéndome, incluso, verlo vulnerable. No había conocido hasta entonces a ningún hombre así, la mayoría se esforzaba por ocultar cualquier signo sentimental tras la más robusta coraza. Un muro que todos vamos construyendo desde la niñez imitando los dictámenes sociales. "Los hombres no lloran". Cuántas veces había escuchado esa frase discriminatoria e injusta. Cuántas había reprimido mi sentir para no despertar sospechas incriminatorias. A él, nada de eso parecía importarle.

Buscó su caballo, que había estado pastando libre en las cercanías y lo trajo hasta donde me encontraba. Llevaba en sus labios aquella sonrisa burlona que estaba empezando a conocer.

—¿Te da miedo? —me preguntó.

—Claro que no —respondí, fingiendo seguridad y acariciando el hocico del animal para tratar de entrar en confianza. Parecía disfrutar de mi gesto, ya que agachó su cabeza para recibirlo, mientras me observaba con sus enormes ojos negros.

—Bueno, a ver, subite.

Lo miré incrédulo.

—¡Le tenés miedo! —rio, esta vez con más ganas todavía.

—No. Es que nunca anduve a caballo.

—Bueno, yo te ayudo. Te enseño.

Me indicó que colocara el pie izquierdo en uno de los estribos y, al notar mis dudas, colocó sus manos con los dedos enlazados a modo de escalón; con un gesto me señaló que pisara allí y me dio impulso para que alcanzara a sentarme en la montura. Me pidió que me sujetara con fuerza de la piel de oveja que la cubría y de las largas crines rubias que caían desde el cuello. Tomó con una de sus manos ambas riendas y comenzó a tirar y forzar hacia adelante. El caballo dio dos pasos vacilantes y luego empezó a andar, haciendo que la silla me sorprendiera con un movimiento brusco. Pensé que me caería, por lo que me agarré con mayor tenacidad aún y eso no ocurrió. Con él guiando desde el suelo, dimos algunas vueltas en círculos y después recorrimos el monte cercano y la playa. Me preguntó si me animaba a andar solo. Estuve a punto de decirle que no, pero me dio vergüenza y tampoco olvidaba para qué estaba ahí y que antes había dicho que debía saber montar para realizar las tareas que iba a asignarme. Me armé de coraje y le dije que me animaba. Me entregó las riendas y me dio las directrices básicas de cómo guiar al animal.

—El caballo tiene que sentir que vos estás al mando y que sabés lo que querés. Si le tenés miedo o dudás, él se va a dar cuenta y va a hacer lo que se le antoje —dijo, dando una suave palmada en la musculosa anca del equino, lo que hizo que este comenzara a caminar—. No lo golpees fuerte con los talones en las verijas, porque va a salir disparando.

MIENTRAS BUSCABA PERDERMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora