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Tal vez nunca estuvo tan decidido a algo, en toda su vida. Dispuesto a salir del hoyo donde se hundía, Dominick llegó primero al lugar de la cita.

Cuando decidió darle a Russell una nueva oportunidad, lo hizo pensando en Anelka. Empezar de nuevo, le susurró la anciana cuando lo tenía en sus brazos. Siempre podemos enmendar nuestros errores y empezar de nuevo. Dominick fue un error en la vida de Russell y estaba convencido de ello. Entonces sería él quien lo arregle por fin.

Fue la anciana quien insistió en acompañarlo. Quería verle la cara a ese tipo y que supiera que su Dushen'ka no estaba solo. La tenía para pelear por él hasta la última de sus fuerzas. La cita era en un café bastante concurrido. Una vez en la puerta, lo tuvo que pensar dos veces.

¿De verdad quería verlo de nuevo? ¿Tal vez era una trampa y Russell solo intentaba deshacerse de él. No le importara demasiado morirse por fin, pero... ¿Y Anelka? Quería ver por ella...

Dominick se detuvo bloqueando el paso, la anciana seguía a su lado, sin decirle nada. La gente entrando y saliendo, los hizo moverse a un lado, donde no estorbaran. La música sonaba suave y el olor a café empezaba a enfermarle. Dominick detestaba el café y era algo que quizá nadie lo sabía. Anelka lo acostumbró a la delicada textura del té. El café sabía a malos recuerdos, pero mejor no pensar en ellos.

¿En qué estaba pensando cuándo aceptó volver a ver a su padre? No podía hacerlo. Fue una mala idea desde un inicio. Arrepentido y con ganas de gritar, Dominick intentó apartarse de Anelka. Ella no lo miraba, si no que parecía curiosa mirando dentro del establecimiento.

Quizá en eso se parecían. Si algo les gustaba hacer era observar. La gente entraba y salía con los ojos pegados a la pantalla del teléfono y sorbiendo de sus tazas de papel. La melodía que componían sus pasos apurados empezaba a entretenerlo. Sin quererlo sus dedos empezaron a acompañar el ritmo que ahora sonaba en su mente.

Los zapatos de taco tenían un sonido más agudo, las zapatillas más profundo, los de hombres más pesado, los de los niños más agitado.

El ritmo se volvió irrefrenable y los deseos descontrolados de tomar su violín y tocar como nunca antes lo hizo empezaban a ganarle. Russell se podía ir al infierno. Regresaría con Anelka y le pediría el violín. Lo necesitaba para seguir viviendo. Su dulce voz lo alejaba de todo mal. Necesitaba oírlo cantar para él con urgencia.

Sus pies encontraron la salida y a punto de regresar sobre sus pasos a arrastrarse a la vida que ya conocía, Dominick se detuvo en seco. La música era más que un gusto, era un escape conveniente. Y para ese tipo de paliativos no tenía tiempo. Lo que debía era enfrentarse a Russell y mandarlo a desaparecer por el resto de su existencia. Solo así se quedaría tranquilo y solo tendría que lidiar con el resto de sus problemas.

Ingresaron por fin y acomodó a la anciana en un sillón cerca de la chimenea encendida. Le acercó un par de libros y Anelka sacó sus gafas de su pequeño bolso tejido. Se sentó a su lado a seguir observando como el café entero se movía a un ritmo nuevo.

La música en su mente empezaba a tranquilizarlo. De repente si cerraba los ojos podía olvidarse de sus asuntos pendientes. Porque el que lo llevó a ese lugar, todavía no se encontraba presente.

Russell llegó sin prisa, minutos después de que Dominick casi a pierde la paciencia. Tenían un gran parecido, más del que ambos quisieran aceptar. Russell usaba la mano izquierda con tanta regularidad como la derecha. Lo notó al verlo asir la silla.

El saludo entre ambos fue tan frío como el tiempo allá afuera. Dominick se sentó frente a su padre sin que este lo invitara a hacerlo. No iba a esperar nada más de ese hombre quien nunca pintó nada en su vida. Ambos se sumieron en un silencio incómodo. Ninguno de los dos se miraba. Los minutos pasaban y Russell sacó su teléfono. Se levantó y atendió una llamada.

Rapsodia entre el cielo y el infiernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora