Los besos que no eran besos
¡Allí estaba!
Después de rodear entre los altos arbustos, pasando el valle, podía verse ya la entrada al bosque de Rivergreen. Vaya nombre más original para un bosque. Arelia rodó los ojos, con esa mala costumbre suya. Pero culpemos a los que le pusieron dicho nombre al bosque -que era literalmente el que rodeaba al rio verdusco que decoraba la zona-, por el mal comportamiento de la dama.
Que, en fin, culpemos a otros de lo mal que se portaba Arelia. Como suele hacer ella siempre.
Ya se encontraba a unos cuantos minutos de la entrada principal; el valle estaba en una zona muy plana y el hecho de correr junto a Luna, como la experta amazona que era, le llenaba de satisfacción.
A unos cuantos kilómetros más, donde comenzaban a crecer ya los pequeños árboles, echo una carrera veloz hasta los dos grandes abetos que daban la bienvenida al frondoso lugar. Y de un salto bajo de su yegua en pleno galope, con una peligrosísima maniobra que podría haberla matado; cayendo de pie al suelo y girando sobre si, se acostó contenta sobre el pasto, feliz. Había ganado la carrera.
Aun con la euforia de su gran hazaña y algo mareada por el peligroso salto, se echó completamente sobre la hierba, que estaba fresca, entre pequeñas vueltas de regocijo travieso. El vestido se le arruinaría, ni modo. Y con un fuerte suspiro llenó sus pulmones del limpio aire del campo y calmo sus risas entre la suavidad del pasto. Después de todo, cansa correr como una loca.
Se encontraba feliz. Muy feliz.
Tanto así, que no se había fijado en el caballo que se hallaba a sus espaldas, tan emocionada como se encontraba ni siquiera oyó las pisadas del animal sobre la hierba, así que cuando aún ensoñada por el delicioso paseo, creyó ver la figura seria de Luciel montando a caballo, observándola atentamente, se quedó atrapada en su mente. ¿Sería eso real? Se preguntaba girando la cabeza de lado a lado, no importaba de donde le viera, no parecía real.
Su rostro hacía notar aún más la delgada cicatriz ante la luz del sol, y cubriendo con su mano los débiles rayos que comenzaban a alumbrar con fuerzas su rostro, creyó ver como él bajaba, aun serio, de su montura. Se sentó sobre el pasto, sin saber si eso era un producto de su desbaratada imaginación o era que el sol estaba afectándola. Su sombrero se hallaba tirado, cerca de su yegua que pastaba tranquila a un lado del camino. Seguro era eso.
Él se notaba imponente.
¡Y parecía estar acercándose a ella!
Empezó a parpadear confundida, una vez, un par de veces, sin saber si eso era cierto, pero antes de siquiera asumir la realidad en la que se encontraba, él la tomo en brazos y la besó.
Así, sin previo aviso.
Cargándose entre sus brazos todo el estupor de una joven atolondrada.
Sus deliciosos labios acariciaban a los de ella, robándole el aliento en más de un sentido. Mientras una de sus manos sujetaba su mejilla, la otra parecía querer atrapar su cintura y la apretaba con fuerza ante el duro cuerpo del hombre. Deseo con toda el alma no estar soñando aquello.
Y es que...
¡¿En qué momento se había puesto en pie?!
Todo era tan irreal.
Y él seguía besándola, cada vez con más dulzura y fuerza. Acariciando siempre su rostro, estimulando su piel para dar paso a sus besos. Unos besos apasionados y tan llenos de ternura. Con sus brazos soportando su cuerpo, con un abrazo cálido que llenaban de sentimiento sus labios. Una y otra vez, no parecía cansarse de llenarla de besos.
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Esplendorosa Intrusión
RomanceLady Arelia Summers, hija del conde de Belmont. Única hija en realidad. A la muerte de su padre. Y muerto también su primo más cercano, en circunstancias bochornosas; el capitán Kensley, famoso héroe de guerra, es nombrado su tutor y el nuevo conde...