Capítulo Diecinueve

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Una razón para casarse

En cierta parte de Londres, sentado en su cómodo sillón de robusta madera, un noble sonreía con malicia mientras miraba aquel diminuto papel entre sus manos. Si movía muy bien sus fichas, podía tener en su poder a aquel caballero tan poderoso, y si daba bien sus pasos, hasta quizás...

Si, aquella posición que tanto había querido tener, un puesto de importancia que le había sido arrebatado por una mera meretriz, demasiado atrevida para ser quien era. ¡Totalmente absurdo! ¿Cómo pudo alguien pensar en esa mujer antes que en él? Tantos años de esfuerzo y servicio, y llegaba una mujer de poderosas influencias a robarle lo más importante de su puesto.

Frunció su ceño con ligereza, evitando ser dominado por su ira. Un noble como él jamás se dignaría a mostrar molestia por alguien de tan baja moral como aquella mujer. Y si lo hacía, no habría testigos para su frágil momento de descontrol.

Él poseía una ambición en esta vida -una muy fuerte ambición-, pero su gran meta contrastaba a su vez con aquel servilismo extremo hacia sus ideales, y su tan puro amor hacia su patria; hasta el punto de acabar con todo aquel que osara insultar a su bella Inglaterra. De carácter fino, reservado y muy temperamental. Sin cuestionarse, ese era su lema.

Este hombre en particular, era lo que se llamaba entonces, un buen hombre.

Se enfadaba con la hipocresía de algunos congéneres suyos. Cuidaba de ser un buen padre y esposo, era atento con su familia. No maltrataba a sus empleados ni era malvado con sus sirvientes, además de ser bastante justo con sus pagas, a diferencia de otros.

Se acomodó mejor en su asiento de acolchada tela.

Así mismo, le había enseñado a sus hijos a respetar a toda dama y mujer culta que se ganara la vida de las formas correctas, y le gustaba pensar en él como un buen patrón para sus inquilinos; que en fin, que Sir Rochester era lo que predicaba; y se tenía en muy alta estima por eso.

Pero, eso no hacía de él un hombre de buen corazón, que se pasaba los días salvando a la gente a diestra y siniestra, o que luchara por la gente más descarriada de Londres. No, él tenía muy en fijo sus creencias, y creía que aquel grupo de personas que solo manchaban la reputación de su hermosa isla patria debían ser llevados lejos, muy lejos, y dejar al buen trigo regodearse y ayudarse con quien realmente lo mereciera. Como decirlo, que aquel hombre era bastante normal para su época, y muy moral comparado con otros de su tipo. Y si así creía él, que mejorarían sus compatriotas en su estilo de vida, era porque así le habían enseñado, y porque era de carácter noble y bastante estoico. Un tipo muy peculiar de ser humano.

Y el insulto que representaba su compañera -casi jefa-, le traía echando humos estos últimos meses. Que fuera una mujer él podía aceptarlo, tanto como había aceptado el poder su reina sobre su cabeza, no le importaba ni le veía cosa buena o mala, pero la reputación, sus palabras, la desfachatez de aquella mujerzuela que se hacía llamar dama; todo eso le fastidiaba.

Él era el ministro de defensa, la cara de la división oculta. Pero ella, ella se regodeaba en entrenar y mandar a su antojo a sus capaces hombres. Frunció el ceño con molestia. Eso era un insulto en toda regla hacia su persona; eso creía él. Y pensar ahora que estaba a un paso de derrocar a aquel insulto hacia la división.

La molestia se transformó en una caprichosa sonrisa.

Sir Rochester pensó de nuevo en su bien trazado plan. Sí, aquella pequeña ave suya, la pequeña Orpheo, iba a ayudarle a traer en sus manos un valioso tesoro que le ayudaría a deshacerse de una vez por todas de la mujer esa que decía comandar su división.

Esplendorosa IntrusiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora