Capítulo Uno

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La llegada del infame Héroe

Castle Belmont, Kent

–Y recuerde señorita, ante cualquier difícil situación evite mirarle a los ojos, ni piense siquiera en...

Lady Arelia observó extrañada a su angustiada nana. El recibimiento del nuevo conde había causado distintas reacciones entre la gente del castillo, pero era a ella, en concreto, a quien la noticia le había golpeado con gran impacto. Estaba emocionada –casi hasta rozar la alegría–, pero también, había un toque de desesperanza y angustia en esos tiernos ojitos grises.

La rama directa de la familia Summers murió en definitiva con su padre; el último Summers varón. Que, dicho sea de paso, odio toda su vida el no haber tenido un heredero que continuase su legado. Su madre, muerta en el tercer intento de dar a luz a un joven amo, nunca fue lo que se podría llamar comprensiva o cariñosa; es más, podría jurar no haber hablado con ella nunca, pues no recordaba su rostro ni su voz, solo conservaba de la difunda condesa una carta dirigida a su nodriza, donde preguntaba por la salud de la niña. Y, eso era todo.

La joven dama había sido un milagro, un milagro que al conde no le había hecho ninguna gracia. Ni siquiera la muerte de su segunda esposa, fallecida en brazos de su amante, había detenido la terca voluntad del hombre de hacerse con un niño de su propia sangre. Así de obtuso era.

Lastimosamente para su querido padre, había pasado a la otra vida antes de consumar su matrimonio con la tercera condesa de Belmont, dejándola en una confusa y horrorosa situación que la ponía de los nervios.

Y la situación no parecía querer mejorar. Con la muerte del lejano primo Owens: que murió días después de heredar el título en una terrible borrachera que culminó en las oscuras aguas del Támesis. La mala suerte de que perseguía a la familia no pareció detenerse, y se corrió el rumor, de que los Summers de Belmont: estaban malditos; nadie quería desposarse con una mujer maldita. Ah... Ni siquiera su jugosa dote había atraído a un caballero decente para poder casarse –aunque no es que ella tuviese prisa–.

Una pena. Qué culpa tenía ella de que el irresponsable de su primo celebrase tan a pompa su reciente adquirido título.

Ah... La situación había sido demasiado escandalosa. Su rechazo social había sido tal, que su Majestad misma, tuvo que tomar cartas en el asunto decidida en revivir el tan ancestral título de los Summers de Belmont.

El héroe de guerra, el entonces capitán Kensley, el hombre al que nadie había visto desde su regreso a Inglaterra –suspiró somnolienta–, parecía ser el más indicado para tan delicada misión. Se decía que una balacera en el frente había destrozado su rostro hasta desfigurarlo, también, había rumores de que se había quedado impotente debido a una bala perdida en su pierna.

Todo esto le ganó el mayor rechazo social por parte de la aristocracia, rechazo que, por supuesto, escandalizó a la plebe y a los burgueses que veían en él a su mayor héroe tras las –hasta exageradas– historias que narraban los periódicos sobre él. ¡Qué desastre! La joven reina, en su sabiduría, estaba decidida a pacificar el mal trago que tenían ambos bandos y evitar así a toda costa una revuelta civil que solo les traería perdidas; pues así de tensa fue la situación; sin contar los enfrentamientos que existían actualmente en el parlamento.

A la simpática Arelia, que no le parecía nada malo unas cuantas cicatrices en el rostro, y por supuesto, no sabía el significado de la impotencia, no creyó que fuera nada tan alarmantemente grave como para imponerle el ostracismo social; hasta que su doncella, le explicó sonrojada que era una enfermedad que dejaba a los hombres sin la fuerza para reproducirse; por supuesto no le había entendido nada de aquella explicación vaga y ambigua, pero en una explicación más extensa, entre tartamudeos y más bochornos, descubrió el por qué era motivo de verdadera preocupación...

Esplendorosa IntrusiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora