Esa no era la forma en la había imaginado el perfecto día de su perfecta boda. No había nada, en concreto nada, que pudiera llamarse perfecto o admirable, ¡ni siquiera decente!
Los ojos de la dama se volvieron acuosos en su intento por no llorar, el velo le picaba la nariz con extrema molestia y tenía unas horribles ganas de estornudar por el exceso de flores en la habitación. Su vestido -que además de insulso y extravagante- le parecía una horrible abominación sacada de la mente del mismísimo demonio; le arrastraba los hombros con pesadez, como si una gran carga de rocas la estuviera aplastando. Se sentía ahogada en tules. Y nada parecía poder mejorar en aquel fatídico día.
La celebración apenas iba comenzando.
Por mucho que intentase aceptarlo, nunca llegaría a conformarse con una vida como esa. No podría. Era un error; un muy absurdo y estúpido error.
Quería despertar cuanto antes. Alejar aquella ridícula pesadilla. Pero no lograba levantarse, y estaba comenzando a pensar que todo aquel pesado asunto era demasiado realista para ser tan solo un mal sueño de medianoche; era demasiado vivido, demasiado aterrador. Y a ella no le gustaba temblar de miedo.
La capilla, extremadamente iluminada por la "luz natural del sol", reflejaba en sus gigantescos espejos los muy brillantes adornos de cristal, puestos por la condesa viuda, su futura suegra: para elevar el estatus de los viejos y simples banquillos de aquel lugar sacro. Según le dijeron.
Sus pobres ojos no podían "admirar" la belleza de las vistas sin lagrimear por el esfuerzo que suponía enfrentar a tanta luminosidad unida. Era como un pez fuera el agua; y si no se había caído ya, era por puro milagro divino, y no planeaba seguir tentando a la suerte mientras recorría el lúgubre camino que la llevaría a su destino final.
Ah... Bufó insatisfecha; removiendo levemente el picoso velo con la mano que traía libre. No podría aguantar mucho tiempo la absurda locura. Cada paso se le hacía eterno. Los ojos vigilantes, desconocidos en su mayoría, no dejaban de estudiarla con ahínco –era la novia ¡Santos cielos! era algo obvio que sería así de "admirada"–, pero se sentía mal, muy mal. El estómago se le revolvía en náuseas y hambre, todo a la vez, mientras intentaba controlarse para no terminar huyendo. ¿Ya era hora del pastel? El hambre la mataría antes que sus nervios.
Uhg.
Las flores en sus manos casi se le resbalan de los delicados guantes; los dedos temblándole nerviosos. El vaporoso ramo que llevaba destilaba el más fastidioso y empalagoso aroma a rosas; que tanto detestaba; y era una suerte que no atrajera a un enjambre de mosquitos o abejas, porque eso ya sería la cúspide de toda la mala suerte que cargaba. Y es que, hablando en serio, no era un buen día para empezar. Aunque, incluso si un enjambre completo arrasase con su lamentable persona y terminara llena de picaduras y ronchas, ella sabía que nada podría apagarla más de lo que ya estaba. Oh, era una situación bastante delicada; horrible, detestable ¡indignante! Y lo más humillante de la farsa esta: aquel maravilloso hombre, que sostenía su mano, guiándola por aquel estrecho pasillo hacia el altar; ese era su gran problema y vía crucis: Iba de la mano, camino hacia sus esponsales, junto al hombre que más había amado y deseado en toda su aburrida y estresante vida. Y no precisamente para casarse con él.
Eso sí que era cruel; y lamentable. Muy lamentable.
No le importaba las profundas marcas que decoraban su atrayente rostro, es más, ella creía que le daban un aura de peligrosidad que lo hacía más elegante y misterioso. Sí, él también era bonito, muy bonito, aunque no podía atreverse a decírselo todavía. Ni sus terribles pesadillas, ni su carácter, ni la forma brusca de su personalidad, no había nada de él que ella no adorase. Ni siquiera su tenacidad; que los había llevado a esta situación; le molestaba tanto como esos absurdos planes que él creía correctos. Volvió a bufar, esta vez más fuerte, ganándose una mala mirada de su queridísimo tutor.
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Esplendorosa Intrusión
RomansLady Arelia Summers, hija del conde de Belmont. Única hija en realidad. A la muerte de su padre. Y muerto también su primo más cercano, en circunstancias bochornosas; el capitán Kensley, famoso héroe de guerra, es nombrado su tutor y el nuevo conde...