Capítulo Seis

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La cita que no era cita

La mañana sorprendió a los habitantes del castillo con un exquisito sol y una corta brisa con niebla. Lady Arelia despertó más contenta que de costumbre, y casi corrió hasta los establos ni bien estuvo arreglada y bien vestida; con invitados no se podía poner sus pantalones, pero su traje de montar era prácticamente eso, unos pantalones, de muy cómoda tela, por cierto, y una falda desabrochable que se ponía para cuando hubiera visitas, y muy oportuno, porque no sabría que hacer encerrada en el castillo cual princesa de cuentos.

Se preguntó qué harían las princesas para no aburrirse, pero no siguió indagando en sus nada comunes pensamientos, pues el día apenas comenzaba.

Pero como bien sabemos, Lady Arelia no tiene a la suerte por amiga, y ni bien hubo llegado al final de las escaleras, tropezó torpemente, acabando con su bello rostro sobre el frío y duro piso; propinándose un buen golpe, sobre todo en su respingona nariz.

Esto no hubiese sido demasiado malo, no, pero como ya imaginaran, la suerte no solo brillaba por su ausencia en lo que respecta a ella, sino también, parecía querer burlarse a cada segundo de su triste vida.

La condesa de Luxerbeng, que se había despertado singularmente temprano, estaba al borde de la indignación. Horrorizada, sería mejor descripción. Correr como salvaje por los pasillos, caer sin gracia y sobre el rostro; nunca había visto semejante agravio; y sus nada buenos pensamientos hubieran seguido su curso de no ser porque recordó la considerable dote de la joven y sus buenos genes. Sí, Lady Luxerbeng estaba determinada a traer consigo a los mejores genes de Inglaterra; y era bien sabido que nunca un Summers había sido tachado por su falta de belleza, "porque jamás lo hubo ni habría", o al menos eso decían cuando un Summers entraba al mercado matrimonial. La orgullosa condesa jamás se contentaría con nietos feos. Llámenla ostentosa si queréis, pero no hay que olvidar que su vanidad era el menor de sus defectos, y además, estaba terriblemente orgullosa de haber traído al mundo a su tan adorado y apuesto hijo; nunca dejaría que una mujer cualquiera malograra su futura y planeada descendencia.

Así pues, cuando una descuidada Arelia cayó como cerdo contra el charco, pero en vez de charco al suelo; no le indigno el hecho de que su tierno, dulce y perfectísimo hijo, sonriera con modestia a la salvaje bestia y tuviera la caballerosidad de ayudarla a levantarse. Los buenos modales y la decencia podían aprenderse, un buen aspecto y buen linaje, no.

Y así empezaba otra mañana, con cierto conde espiando a escondidas la tierna escena, con un buen amigo espiando a cierto conde y con una tímida dama que seguía amortiguada en su habitación, llena de secretos.

– Al parecer milady tiene cierta prisa por salir.

La media sonrisa del conde de Luxerbeng y esos ojos suyos, tan brillantes como divertidos, hacen sonrojar a Arelia.

–La mañana esta espléndida, milord, sería extraño no tener prisa por observarla.

–Muy cierto, las cosas bellas deben apreciarse apenas llegan a nuestros ojos. Aunque en lo personal, prefiero observarlas con tranquilidad, no quisiera perderme algún detalle.

¿Es necesario describir la euforia de los pensamientos de la madre del conde?

¿No? ¿Sí?

Porque la mujer estaba literalmente bailando sobre si misma; bueno, al menos así lo era en sus pensamientos. Su precioso hijo nunca le había fallado, y al parecer le gustaba la joven que quería de nuera. Ya podía ver a sus futuros y preciosos nietos, con los ojos grises de sus padres, su buen linaje, oh, ella estaba en el paraíso. Y ya que no podía imaginar un mejor plan para que ambos congeniaran más, decidió concertarles otra de sus esplendorosas citas.

Esplendorosa IntrusiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora