Capítulo 33

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Capítulo 33



Amaneció un día luminoso y cálido en el que el cielo azul limpio de nubes presagiaba una tregua temporal a nivel climatológico. Después de la larga jornada del día anterior, todos parecían más animados con la salida del sol. Con el transcurso de las horas, sin embargo, el aumento de las temperaturas empezaría a causar estragos dentro de los vehículos.

Levantaron el campamento con la aparición de los primeros rayos de sol. Ana y los suyos tomaron un rápido desayuno dentro de las tiendas y, en apenas una hora, recogieron todo y se subieron a los vehículos sin dejar rastro alguno.

La jornada se presentaba larga y cansada.

Tras dejar las lagunas atrás, se internaron en una zona boscosa en la que la naturaleza se extendía a lo largo de centenares de hectáreas salvajemente. Los árboles eran altísimos y frondosos, con gruesos troncos de colores oscuros y ramas de grandes dimensiones. El suelo estaba cubierto por una espesa película de fango, pero también de césped, ramas y hojas secas. Había mucha presencia de matorrales y zarzas, los cuales trepaban por los troncos hasta alcanzar las copas más altas en la mayoría de las ocasiones. El suelo estaba cubierto de setas y plantas de aspecto exótico, las piedras de musgo y, en general, todo cuanto les rodeaba, de una espesa neblina que, aunque durante las primeras horas era muy baja, con la caída de la tarde y de las temperaturas empezó a espesarse.

Durante todas las horas de viaje, Ana permaneció en la parte trasera de su vehículo, sentada y en completo silencio. Tenía un mal día. Las conversaciones entre los dalianos eran intermitentes; no siempre estaban hablando, pero cuando lo hacían era en tono muy alto y, casi siempre, en su propio idioma. Durante las primeras horas, en un intento por integrarla, sus compañeros habían intentado hacerla participar en las conversaciones pidiendo su opinión. Las charlas siempre giraban en torno a temas totalmente triviales, sin ningún tipo de importancia, pero les servía para mantener las horas ocupadas. Así pues, le preguntaban e incluso insistían en que les diese su punto de vista. No obstante, viendo su falta de interés y los prolongados silencios que de vez en cuando les brindaba a modo de respuesta, optaron no solo por ignorarla, sino que también por cambiar de lengua. A partir de aquel punto, Ana cerró los ojos y fingió estar dormida.

Ni quería hablar, ni iba a hacerlo.

Con la caída de la tarde el paisaje no varió apenas. Los bosques de K-12 parecían infinitos, y por más que avanzaban, no lograban alcanzar el final.

Las horas transcurrieron con dolorosa lentitud. Guiándose únicamente por las indicaciones de la brújula, ya que los barridos orbitales seguían sin dar resultados, la comitiva fue avanzando hasta la caída del sol. Buscaron un claro relativamente despejado donde detenerse y, siguiendo el mismo proceso de la noche anterior, montaron el campamento y se dividieron en tres turnos para realizar las labores de vigilancia.

Ana no cenó tampoco aquella noche. La joven cerró la tienda, escondió la pistola entre los pliegues del saco y cerró los ojos. Pocos minutos después, se quedó profundamente dormida.


—Ana... Ana, despierta... ¡Ana!

Algo cayó sobre su pecho, logrando al fin despertarla. La mujer se revolvió en el saco, sobresaltada, y alzó el arma contra la figura que tenía ante ella. Envuelta de oscuridad, parecía una sombra más de las que había visto la noche anterior, rodeando el campamento.

Quitó el seguro del arma.

—¡Ana, no! —exclamó la figura—. ¡Soy yo!

Tardó unos segundos en reconocer la voz. Parpadeó un par de veces, tratando de adaptar la vista a la oscuridad de la tienda, y finalmente bajó el arma. Sobre su regazo, arañando con saña la tela térmica del saco, el mono de Leigh trataba de captar su atención.

Dama de otoño - 2nda parteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora