Capítulo 38

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Capítulo 38



Había cambiado. Aunque el ser que tenía ante sus ojos mantenía la fachada física de su viejo amigo, cabello rubio entrecano, barba bien cuidada y rasgos algo afeminados, Ana era plenamente consciente de que no era él. Jean Dubois, el bellum al servicio de su hermano que había perdido la pierna derecha tiempo atrás, debía haber muerto en Sighrith, como la mayoría de ciudadanos. Lo que tenía ante sus ojos, por mucho que le doliese, era un engaño: un infiltrado enviado por el mismísimo Capitán que ni tan siquiera intentaba disimular su condición.

Ana se detuvo un par de escalones por debajo del nivel de la entrada, con la mirada fija en los ojos negros del Pasajero. Jean la observaba con fijeza, sin expresión alguna en su lívido rostro, a la espera de que su decisión. Llegado a aquel punto, Ana sabía que no podía volver atrás. El instinto la había guiado hasta allí, y ahora que al fin estaba cara a cara el enemigo, tan solo tenía una opción.

Subió los dos últimos escalones, quedando al fin cara a cara con el Pasajero. Sus ojos parecían dos pozos de oscuridad.

Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Queríais que viniese en solitario y aquí estoy —exclamó con firmeza, logrando mantener los nervios a raya—. Vuestro mensajero dijo que el Capitán tenía una oferta para mí.

Antes de responder, Jean la miró de arriba abajo, con indiferencia. Mientras que el hombre vestía el antiguo y casi inmaculado uniforme con el que había acompañado a Elspeth a lo largo de su corta carrera como soldado profesional, las ropas de Ana estaban sucias y rotas, como si llevase años con ellas. Y no solo eso. Jean iba limpio y aseado, con el cabello perfectamente cortado y las botas relucientes. Ana, por el contrario, estaba sucia y despeinada; su pelo estaba lleno de barro y sangre, y tenía los brazos y el cuello ennegrecidos por el viaje. Jamás había estado tan sucia como entonces. 

Eran, a simple vista, como el día y la noche.

—Ana Larkin —dijo al fin con voz rasposa. Parecía llevar años sin hablar—. Sígueme.

El hombre giró sobre sus talones y se adentró en la pirámide, dejándola sola en lo alto de la escalera. La joven, desconcertada, volvió un instante la mirada hacia la gran planicie donde se alzaban las cinco enormes estructuras. Más allá del campo de espigas azuladas, sus amigos debían estar en algún lugar, tratando de sobrevivir.

Se preguntó si habría aún alguien con vida, y, en caso de ser así, si se preguntarían dónde estaba.  Seguramente la odiarían por lo que había sucedido, pero llegado a aquel punto no podía dar marcha atrás. No estando tan cerca de las pirámides...

Ana volvió la vista hacia la entrada y cogió aire. Podía escuchar los pasos de Jean al adentrarse en la estructura; el golpeteo de la suela de sus botas contra el suelo de piedra.

Se estaba alejando...

—Lo siento —murmuró a nadie en concreto—, pero tengo que hacerlo.

Se adentró en la pirámide.

El cavernoso interior de la edificación era frío y oscuro, con paredes y suelos de piedra negra. Ante ella se abría un largo pasadizo iluminado por antorchas de luz blanquecina. Ana recorrió el pasadizo con paso firme, sintiendo con cada metro que avanzaba como la naturaleza y el aire puro quedaba atrás, en el exterior, y no se detuvo hasta alcanzar unas escaleras de descenso.

Unos cuantos metros por debajo, bajando los peldaños con rapidez, se encontraba Jean.

—¿Dónde vamos? —preguntó.

Dama de otoño - 2nda parteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora