Capítulo 3

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Los tacones nuevos ya estaban matando mis pies y lo único que yo quería era lanzar un grito al cielo y clavárselos a alguien en la cabeza… cosa que evidentemente no hice.

Lo cierto es que mucha de la que gente que estaba allí y que Leo comenzó a presentarme a las tontas y locas, era horriblemente influyentemente en el mundo del arte y casi me caigo de espaldas mientras observaba todas esas manos que estrechaba al presentarme, llenas de cayos en los lugares correctos para sujetar las herramientas, con pintura en las uñas y viejas cicatrices generadas por algún accidente que luego llegó a ser un cuadro maravillosamente conocido.

Pero, definitivamente, lo mejor eran los cuadros y esculturas expuestas en los pasillos. Cuadros que lograban despertar cientos de emociones dentro tuyo, como canciones cantadas con trazos de pintura de las perfectas tonalidades, reflejando una sensibilidad completamente diferente a las que había visto otras veces y logrando que un torbellino subiera por tu estómago y formara un nudo en tu garganta.

Al igual que las esculturas.

Eran esculturas de todos los tipos, algunas incomprensibles, reflejando al verdadero artista en ellas, y otras tan conmovedoras que querías encogerte sobre ti mismo y echarte a llorar allí mismo. Algunas eran rostros, simples rostros, tallados con una expresión infinitamente expresiva y, al mismo tiempo, totalmente indiferentes y de todas las edades. Me encontraba frente a lo que serían, asegurado por mí misma, un par de artistas muy exitosos.

Alguien se situó a mi lado mientras observaba uno de los cuadros de Leo.

No tenía claro lo que era, pero veía claramente como, en medio de los tormentosos colores, había distintos rostros, mezclados con otros y con distintas expresiones. La obra en sí captaba tan bien el sentimiento humano, que me di cuenta que mis ojos se había cristalizado levemente con la visión de un rostro femenino con un sufrimiento tan real que lo sentía mío.

Me sequé los ojos de forma disimulada antes de volverme hacia Leo, que contemplaba su propia pintura ensimismado.

Se volvió a observarme y sonrió con amargura al notar mis ojos algo enrojecidos.

—     Aunque me alegro que mi pintura te haga sentir lo suficiente como para llorar, lo siento pequeña calabaza — murmuró antes de tenderme un pañuelo, que acepté agradecida.

—     Leo, esta es la exposición más bella que he visto en toda mi vida… enserio me gustaría mucho conocer a tu amigo que hizo las esculturas — dije con una sonrisa, arrugando el pañuelo de papel entre mis dedos.

Él hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa y caminó hacia la siguiente obra, una escultura de una niña de unos siete años, tan asustada, que el miedo parecía casi pintado en su angelical y joven rostro.

—     Y no sabes cuán feliz me haría eso pero él aún no llega y no creo que lo haga hasta que sea el momento de cerrar y halla que sacar todo de aquí — dijo, mientras yo lo seguía hasta estar frente a la piedra negra.

Arrugué el ceño y fruncí los labios.

¿El escultor no estaba en su propia exposición?

—     ¿Y no puedo quedarme hasta entonces? Podría ayudarlos a ordenar y enserio quiero aunque sea, verlo… por favor Leo — rogué, tomando su mano y mirándolo con súplica.

Él apartó la mirada de mis ojos.

—     No creo que…

Tiré de su brazo, obligándolo a mirarme a los ojos.

—     Por favor Leo — rogué una vez más.

Él suspiró.

—     Vale… pero me debes un café en mi cafetería favorita — medio gruñó, cayendo bajo mi hechizo.

¡No la quiero!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora