Día 1. Anillo. Ícaro.

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El recital acababa de comenzar.

Sus manos estaban ligeramente húmedas, sudorosas, sin motivo aparente. Ambas palmas hacia arriba, donde eran visibles algunas cicatrices provocadas por las clases interminables en la facultad de magia. O al menos eso hacía creer a su madre. Sin embargo, aquello que una vez más llamaba la atención en ellas era su anillo plateado, en el cual sus ojos estaban clavados, reflejando el brillo de la joya provocado por la tenue luz de las lámparas de gas que lo rodeaban. Espalda ligeramente encorvada sobre el instrumento, un piano de cola en madera de caoba, impoluto, con teclas blanquecinas sobre las que instantes antes había desplazado sus dedos con suavidad, como si del tesoro más preciado de un ladrón se tratase.

Con sus dedos índice y anular derechos, perfiló el anillo de su mano izquierda, acariciándolo suavemente unos instantes hasta terminar haciéndose con él. Aquello le hizo salir del aparente trance en el que estaba sumido. Parpadeó, de hecho, con perplejidad, no esperando que saliese con tal facilidad.

Su posición ante el piano denotaba agotamiento, con su flequillo ligeramente descolocado y caído.

—'Raznemoc ed ababaca laticer le...'—Dijo para sí, alzando lentamente la cabeza, teniendo frente a él en aquel momento el atril vacío.

Con suave parsimonia, alzó sus dos manos a la parte derecha del instrumento, dirigiendo sus manos a la parte superior de la caja de este, donde aquellos pianistas más simples y necios se atrevían a colocar sus vasos con agua o cualquier otra bebida.

Reinaba el silencio en la sala. O si no lo hacía, para Ícaro era como si así fuese, rompiéndose un instante al colocar el anillo de canto sobre la madera. Su dedo índice izquierdo sujetaba la pieza, mientras que su mano derecha estaba posada en un puño cerrado, muy próximo a la joya. Su mirada no tenía atención para otra cosa. Podía ahora comenzar a notar su respiración. Podía escucharla. El aire salía por su nariz cada vez de manera más desacompasada, lo que hizo que apretase los dientes con fuerza.

El recital acababa de comenzar. Y el anillo, con un suave y fugaz golpe con su pulgar derecho, comenzó a danzar sobre el instrumento.

[ https://youtu.be/VagES3pxttQ ]

...

El primer acorde sirvió cual panacea para canalizar aquel ataque de furia. Sería el piano quien pagaría las consecuencias de una manera suave, dulce... cautivadora.

Sus dedos volaban sobre las teclas, las cuales parecían moverse por sí mismas ante el simple roce de las yemas de sus dedos. La melodía parecía utilizar la sala como caja de resonancia, sumergiendo a Ícaro en un instante eterno de éxtasis del cual él era dueño.

Su cabeza se alzaba lentamente haciendo caer su pelo hacia atrás, mientras sus ojos, cerrados unos segundos, se abrieron conforme sus ojos volvían a descender, para detenerse esta vez en la pieza de plata que continuaba girando sobre el piano.

Tal era su fijación por aquella pieza, que llegó a ser lo único que veía ante él. Giraba a tal velocidad, que parecía ser una bola de humo plateada. El brillo que despedía parecía querer incendiarla, convertirla en una pequeña luz que iluminaría todavía más aquella atmósfera oscura. Volvió a cerrar los ojos, esta vez agachando levemente la cabeza. Su mente no contemplaba nada. Vacío. Hasta casi desaparecer el sonido de las cuerdas del piano, a pesar de que sus dedos bailaban sobre sus teclas con más vigor y entusiasmo que en un principio. Aquel silencio ilusorio se vio interrumpido por un ruido lejano, muy lejano. No quiso percatarse de él en un inicio. Su cabeza no permitía el paso de ningún intruso. De nada que importunase aquella pieza.

Pero no desaparecía. Opuesto a sus deseos, aquel estruendo cada vez era más evidente, y buscaba acaparar su atención. Lo sabía. Y no quería permitirlo. No quería permitirlo hasta descubrir de qué se trataba, haciéndose más nítida la imagen de aquel objeto. De aquella pieza. De aquella...

Joya.

El anillo giraba en su cabeza, no dejaba de hacerlo, como si no fuese a parar nunca. Aquella imagen, aquella idea, hizo que esbozase una sonrisa, cada vez más amplia, feliz, hasta el punto de casi parecer forzada. No lo era, y le hacía reírse entre dientes mientras tocaba, aún con sus ojos cerrados, oscuros, llegando incluso a estar a punto de soltar una carcajada que se vio detenida por una imagen terrible.

El anillo se había detenido. El anillo que giraba sin parar en su cabeza había caído, inmóvil, sobre la infinita superficie oscura de sus pensamientos. Cesaron las risas, las sonrisas.

Y abrió los ojos.

Sus manos continuaban danzando e inundando su sueño con la melodía que las mismas dictaban. Su inmersión era tal, que no se percataba de la fuerza con la que ahora apretaba los dientes, aumentando la intensidad de sus movimientos sobre el piano. Sus ojos, brillantes y vidriosos, estaban clavados ahora en el anillo. Hasta aquel instante había girado con total perfección, arrancando un efímero amago de sonrisa a Ícaro, fulminado por el ritmo más desacompasado que la pieza acababa de adoptar.

Aquello acaparó la total atención de Ícaro, cuyos dedos parecían clavarse cada vez con más fuerza en el instrumento. Bajó ligeramente su mirada, aún fija en la pieza que poco a poco perdía la fuerza con la que felizmente había girado los minutos previos. Sus dientes ahora mordían con fuerza su labio inferior, a la par que sus dedos golpeaban las teclas, sin dejar de perder el ritmo de la pieza que tocaba, todo ello motivo de la ira que desde hacía unos segundos comenzaba a invadirle. El sudor frío comenzaba a dejarse notar en forma de gotas que poco a poco recorrían la sien del pianista, completamente despeinado por la intensidad con la que tocaba ahora la pieza musical que se había tornado ruda y casi violenta.

El efecto de su furia, en cambio, no se hizo esperar en su repercusión sobre la melodía. Una tecla. Un acorde mal tocado, fueron la antesala de hasta dos, tres y cuatro golpes con los puños sobre el teclado, que hicieron que definitivamente el anillo perdiese fuerza y ritmo, restando segundos para que parase de girar en cualquier instante.

Fue la mano derecha de Ícaro quien lo detuvo con fuerza sobre la madera. El golpe de la mano abierta sobre el anillo y la madera fue seco, deteniéndose la música, deteniéndose su ilusión. Finalizando el recital.

Una de las tres puertas que daban a aquel salón se abrió de golpe, haciendo temblar los pequeños cuadros que colgaban junto al marco de esta. Cinco, seis, siete pasos... siete se escucharon antes de que aquella persona se detuviese, percatándose de la presencia de Ícaro junto al instrumento.

—"Algún día quemaré ese maldito piano." —La voz grave de su padre resonó en la habitación. El hombre observaba desde su posición a su hijo, quien le daba la espalda, inmóvil frente al piano, con la mirada clavada en una partitura inexistente, y la mano derecha aún sobre la madera, protegiendo la pieza plateada. —"Y no será lo único." —El hombre agarraba su muñeca izquierda con su mano derecha, dándose un masaje aparentemente, como si se acabase de hacer daño en la misma tras algún golpe o esfuerzo.

Al fondo, el silencio ya no regresaba. Y no era el girar del anillo lo que podía escucharse. Los llantos de una mujer salían de la misma habitación de la que su padre lo había hecho minutos antes. Aquel recital parecía no tener fin.

—"¿¡Te atreves a dar la espalda a tu padre?!— El hombre hizo amago de avanzar estrepitosamente sobre Ícaro, pero éste giró su cabeza hacia él inmediatamente, al tiempo que retiraba con fuerza las manos del instrumento, empuñando con fuerza el anillo en una de ellas. Su rostro estaba rojo, congestionado, sus ojos brillantes, y su boca tensa, sin expresión ni lágrima alguna. Su mirada vidriosa, clavada en la de su padre, transmitía toda la ira y furia que el resto de su cuerpo no podían por impotencia. Aquel concierto no quería acabar nunca.

La mirada de desprecio y la palabra que le dedicó su padre, fueron la nota final de aquella noche.

—"Ridículo." —

FicTober 2019Where stories live. Discover now