Silencios peligrosos

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Esta fue la historia que escribí para un concurso en mi país. Como notarán, no llegué a estar entre los 15 primeros, pero la experiencia que tuve es mucho mayor que un premio. Espero disfruten la lectura y no tengan miedo de darme su opinión.
Saludos cordiales, Nadia.
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     Camino de un lado a otro en la sala de maternidad. Trato de no desesperarme y repito como un mantra el respirar profundo para encontrar la calma. No sé hace cuánto tiempo estoy en este lugar, puede haber pasado una eternidad o solo unos cuantos minutos. Miro al resto de padres a mi alrededor, quienes, sentados, se encuentran igual o aún más nerviosos que yo, aunque no por el mismo motivo. Mis pasos resuenan en la habitación y rebotan en las paredes de mi cerebro, lástima que no son lo suficientemente fuertes como para callar mis pensamientos; necesito verla, necesito saber que todo está bien. ¿Lo estará? No lo creo, desde hace semanas tengo ese presentimiento, justo cuando comenzaron los dolores.

     Hace dos semanas atrás mi novia, Andrea, y yo, salimos a pasear. Ambos queríamos tomar un poco de aire, principalmente ella quien estaba siendo rodeada de manera constante por mi familia, llenándola de consejos y trucos sobre el embarazo, y olvidándose de las absurdas discusiones o diferentes ideologías que tenían entre hermanos, primos o abuelos; todos se reunían alrededor de la pancita donde se encontraba la próxima generación Martínez. Aunque a Andrea le agradaba el cariño que recibía, casi no teníamos tiempo para estar los tres solos.
     —En caso de que sea niña... ¿Qué piensas si la llamamos Delfina? —preguntó ese día en el auto.
     —Es re lindo y me suena a Delfín, lo primero que pienso con eso es en el agua... —Me distraje un segundo de la carretera para ver su sonrisa, la cual me contagió al instante. Emanó una carcajada salida de una noche estrellada, mágica y pacífica, al tiempo que su mirada se clavaba en la mía. Volví mi atención al camino, aunque sentí que me seguía observando.
     —Tienes una gran obsesión con el mar... ¿Acaso no habrás sido un tritón en tu vida anterior?
     —Mmmm, creo que fui un cangrejo por lo buen cantante que soy —El vehículo se llenó de risas por parte de ambos. Todo era perfecto, o al menos eso creía yo quien nunca notó nada extraño, ni un quejido o una palabra. Hasta que, de manera abrupta e inesperada, ella dejó de reírse y vi claramente la manera en la que sus brazos rodearon la panza crecida de casi tres meses. En un instante Andrea soltaba quejidos, algunas lágrimas y muecas de dolor que no podía soportar sola. Asustado, frené el auto a un lado de la calle y me desabroché el cinturón. Sentía la cabeza llena de ruidos, provocadas por el miedo que me recorría de pies a cabeza. Gritos de mi voz interior me aturdían un poco, pero tuve que callarla para poder centrarme en ayudar a mi novia. Los dolores fueron cesando, pero su rostro seguía aún con cierto grado de sufrimiento, por lo que, sin decir nada, volví a abrocharme el cinturón y encendí el auto para ir directo al hospital. Estando allí, el médico aconsejó reposo y, según la revisión que le hizo, no parecía nada grave. ¿Por qué Andrea no le dijo nada más aquel día? Si ella no se hubiese callado, tal vez las cosas ese mismo día habrían sido diferentes.
    
     —¿Pablo? ¡Pablo, perdoname por haber demorado tanto! —Carolina me quita de mis pensamientos—. El tránsito en Montevideo es insufrible en horas pico, todos parecen haber sacado la libreta en un zoológico, manejan como animales. ¿Dónde están Delfina y Andrea?
     Siento un nudo en la garganta, por lo que no puedo responderle. Un clima de silencio absoluto se forma entre los dos, con una mirada basta para que ella comprenda lo que está sucediendo. Lo único que hace es abrazarme y yo correspondo, aferrándome más que nunca al cuerpo de mi hermana menor.
    
     Transcurrió la semana de reposo, donde estuve pendiente de que ella no hiciese movimientos bruscos a la hora de bañarse o cuando quisiera levantarse a mirar la televisión. El presentimiento de que algo malo estaba ocurriendo crecía en mi interior, pero preferí callarlo para no preocuparla más. Y, al parecer, ella también callaba algo, aunque sabría esa noticia más adelante.
     Al visitar al médico, este permitió regresar a las actividades cotidianas con normalidad, siempre y cuando mantuviéramos los cuidados necesarios para que aquellos dolores no se volviesen a repetir.
     —No estoy segura sobre la etapa en la que una chica embarazada comienza a tener antojos... —comentó, como al pasar, para luego mirarme con su rostro más angelical—: ¿Podemos ir a la heladería Pecas? Fuimos allí en nuestra primera cita y estoy completamente segura que está a menos de diez minutos de aquí. ¿Podemos, podemos?
     Sus ojos brillantes, de niña pequeña, lograron convencerme de ir a tomar un helado y sentarnos en la rambla montevideana a observar el mar, mientras cada uno disfrutaba del sabor de aquella maravilla congelada.
     —¿Te acordás lo que pasó en esa primera cita? Te tropezaste con una baldosa faltante y un poco del helado de café terminó en la punta de tu nariz. Tuvimos que parar de caminar para que yo te lo sacara con un pañuelo... y después te robé un beso... y después me robaste un beso y... —Ella me interrumpió colocando su dedo índice en mis labios, al tiempo que formaba una pequeña sonrisa. Vi en sus ojos algo que llamó mi atención, parecía estar dolida y eso me preocupó, además de alimentar el presentimiento negativo de las últimas semanas. Me pidió que le prestara atención al sonido del agua chocando en la orilla y luego regresó su atención al helado. Fue una actitud tan extraña, pero le quité importancia. Si hubiese insistido tal vez las cosas serían diferentes, ¿por qué fui tan tonto de no preguntarle si pasaba algo? ¿Por qué callé? ¿Por qué?
    
     —¿Martínez? —la voz de una enfermera me devuelve a tiempo a la realidad. Carolina deshace el abrazo y coloca una mano en el hombro, como señal de apoyo. Me acerco, mientras los demás padres se percatan del miedo que hace temblar mi cuerpo. La mujer solo me mira, sin expresión alguna, para luego negar con la cabeza y pedirme disculpas. Procede a explicarme lo sucedido, pero ya no la escucho. Una roca gigante golpea en el fondo de mi pecho y el eco me recuerda lo vacío que estoy sintiéndome hace semanas; todos mis miedos se volvieron realidad, aquel presentimiento de que algo malo estaba pasando se confirma de nuevo. Mi interior ya no tiene dudas sin resolver, solo toca afrontar la noticia que ya tendría que haber asumido, en esa zona de maternidad donde, mientras otras personas esperan ver a sus bebés, yo estoy siendo comunicado de manera oficial que acabo de perder el mío. Una pregunta sigue en mi cabeza: ¿cómo está Andrea? Necesito verla, necesito comprobar que esté bien. Ahora es ella la única persona a quien más tengo que proteger.
     La enfermera nota que no la estoy escuchando, por lo que detiene su cháchara científica que claramente no me importa en este momento.
     —¿Puedo ver a mi novia? —pregunto con un hilo de voz. Ella asiente y me guía hacia la habitación correspondiente. Mi respiración es débil, aunque se disimula entre los tacones de la enfermera que resuenan en todo el pasillo. Me gustaría llorar, ¿por qué las lágrimas no salen? Quisiera desahogarme antes de ver a Andrea.
    
     Esa misma mañana había decidido tomarme el día libre para cuidarla. Ambos nos acomodamos en el sofá, abrigándonos con una manta, y comenzamos a ver una serie de crímenes que a ella tanto le gusta. No sé cómo, pero al final me terminé durmiendo. Me desperté con los gritos desesperados de Andrea que provenían desde el baño, y, completamente asustado, fui a su encuentro, aunque pidiéndole por favor que dejase de gritar, ella sabe que tengo un pasado oscuro sobre mi padre con ello. No puedo explicar lo que vi en ese momento, tal vez lo más cercano era un asesinato de película de Hollywood: el rostro sudado y aterrorizado de Andrea, quien lloraba sin poder parar, mientras su ropa se encontraba teñida de rojo junto al inodoro y parte del suelo. No paraba de decir el nombre de la bebé entre balbuceos y yo no sabía qué rayos hacer. Atiné a pedirle que se calmara, abrazándola con todas mis fuerzas.
     —La perdimos, Pablo... —Sus palabras fueron como un flechazo en el medio de mi corazón—. La perdimos hace semanas... yo había dejado de sentirla... Yo... Lo lamento... —Más lágrimas de su parte.
     Ayudé a limpiarla y le traje ropa limpia. Aún en shock, llamé urgente a una ambulancia mientras me torturaba la mente. ¿A qué se refería con que "había dejado de sentirla"? ¿Por qué no me lo dijo antes? Sentía un dolor de cabeza tan intenso como el de una resaca. Luego de decirme que vendrían lo más rápido posible, marqué el número de mamá para rogarle que me ayudara. No logré explicarle la situación, no tenía palabras ni tampoco podía darle de esta manera la mala noticia.
     Cuando llegaron los médicos, mamá fue en la ambulancia con Andrea directo al hospital. En tanto, yo me quedé en casa, vaciando la habitación de aquella bebé que jamás nacerá. Quería gritar, llorar, patear cosas, pero solo me quedé en silencio... en el mismo silencio que mi novia soportó por tanto tiempo.
    
     Entro temeroso a la sala y lo primero que veo es la camilla donde está Andrea. Ella lleva la mano a su boca, negando con la cabeza. Suspiro y me acerco, al tiempo que mi madre se retira para dejarnos un momento a solas.
     —Lo lamento, lo lamento Pablo... —dice con la voz quebrada. Sus ojos cristalinos intentan reprimir el llanto, por lo que llevo mi mano a su rostro para acariciarlo lentamente.
     —Tranquila, mi amor, ya pasó, ¿sí? Estamos juntos en las buenas y en las malas. Podemos superarlo, como hasta ahora lo hicimos.
     Rechaza de pronto mis caricias y mira hacia otro lado, no sé si interpretarlo como enojo o tristeza, pues, siempre fui malo en entender las emociones humanas, en cómo funciona la mente de la otra persona. Me pregunto por qué callamos para proteger a los demás... me pregunto por qué ella decidió silenciar su dolor para no preocuparme a mí, y por qué yo decidí mantener en secreto aquel augurio para no alterarla. Ahora, notando la lucha interna que tiene Andrea en estos instantes, descubro que a veces el silencio es igual de peligroso que las palabras: podemos perderlo todo tanto al hablar como al callar.

Luces de mi alma [Completa]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora