1. Luz roja

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Eran las diez de la noche en el pequeño edificio 21 de la Corredera Baja de San Pablo, en el barrio de Malasaña. Desde el interior de sus pasillos se escuchaba el ambiente de sábado por las concurridas calles de Madrid. Alba se había puesto el vestido negro que le regaló su madre en el último cumpleaños, junto con las pulseras plateadas que se ajustaba en los antebrazos.

—¡Hasta luego, Joan! —se despidió—. ¡Y gracias por dejarme pasar la tarde contigo!

—Mi casa es tu casa—le contestó él—. ¿Hace falta que te diga lo guapa que estás? Madre mía... —dijo, dándole un rápido pico—. Pásatelo genial.

Alba se miró una última vez en el espejo de la entradita, y sonrió impresionada por lo bien que le había quedado el alisado. Cuando iba a salir por la puerta, se volvió. Se echó otro vistazo, pestañeando un par de veces. Maldijo el rímel, intentando retirar los grumos que se le habían quedado en las pestañas de abajo. Joan le gritó desde el salón que saliera de una vez, que iba preciosa. La hizo sonreír.

Natalia estaba nerviosa en el rellano del quinto piso, el más alto del edificio. La puntera de su zapato, elegante pero casual, se golpeaba una y otra vez contra el suelo. Insultó en un susurro al ascensor, mientras pulsaba el botón continuamente. Al fin llegó, y ella se subió. Se quejó al verse reflejada en el espejo, insegura de sí misma. No sabía si las prendas elegidas eran buena idea para aquella cita a ciegas que le había montado su amiga María. Se había puesto el pantalón de rayas negras y blancas verticales, las cuales hacían sus piernas aún más infinitas, junto con un jersey negro de lo más sencillo. Su pelo lucía rebelde, y había vestido sus labios de un marrón oscuro de lo más enigmático. La puerta del ascensor se abrió en el cuarto.

—Buenas noches—saludó Alba, entrando. Natalia le devolvió el cortés saludo, y se sumergió en su teléfono móvil, mirando la hora. Iba tarde. Bastante tarde. El silencio incómodo y habitual en este tipo de situaciones se formó, creando un clima tenso del que ambas deseaban salir. La rubia miraba angustiada el número de los pisos: 3... 2... Y entonces se paró de golpe. El ascensor retumbó, y las luces parpadearon hasta apagarse. Habían soltado un grito, para después no decir ni una sola palabra hasta pasados unos segundos. Una luz roja se encendió, iluminándolas.

—Vale... esto no puede ser verdad—murmuró Natalia cuando se dio cuenta de que aquella cabina antigua no iba a moverse si no hacían algo.

—No me lo puedo creer...—añadió Alba, abriendo los ojos para intentar acostumbrarse a esa tonalidad cálida que se había formado por la luz de emergencia. Natalia desbloqueó su móvil.

—No hay cobertura—anunció, desatando el pánico. La chica comenzó a sentirse angustiada. Pulsó varias veces el botón con forma de campana, pero no funcionó. Agarró de nuevo su smartphone y marcó el teléfono de emergencias. Se alarmó al no escuchar el típico pitido de los móviles al llamar—. No puede ser... la batería. Oye, ¿puedes usar tu...?

—Mierda. Me lo he dejado enchufado al cargador—lamentó la rubia, que ya había tratado de buscarlo en su fino bolso—. ¡Pero dónde tengo la cabeza!

—Vale, mantengamos la calma—pidió Natalia, tratando de controlar la velocidad de su respiración. Empezó a golpear con fuerza la puerta del ascensor. Gritaba a más no poder. Alba se sumó, pidiendo auxilio a viva voz. Estuvieron así unos minutos, hasta que la rubia, rendida, se tiró al suelo. Natalia se percató a los pocos instantes, y se agachó junto a ella, sentándose al lado. El ascensor era tan pequeño que la navarra tuvo que flexionar sus piernas, abrazándose las rodillas. Le preguntó si se encontraba bien, y ella la miró. Al estar tan cerca, pudieron oler con claridad la dulzura de sus perfumes, mezclándose entre ellos y creando una nueva y embriagadora fragancia.

Malasaña - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora