3. Sin lactosa

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Sus labios estaban atrapados por los de la otra, sin ir más allá, pero sin retroceder. Ninguna de las dos quería apartarse. El calor de sus bocas era inapagable ya. Ambas aspiraron de golpe para coger aire, y volvieron a engancharse de nuevo a ese placer que las tenía embriagadas. Esta vez fue aún más profundo. Alba coló su lengua en la boca de Natalia, quien sintió cómo esa saliva se iba transformando en una estampida de mariposas que volaban por todo su cuerpo. Se atrevió a saborearla, volcando toda esa energía que sentía de pronto en sujetar de manera más firme la cintura de la rubia. Su boca se llenó de frescura y de un aroma ajeno que la hacía estremecer. Sus fuerzas fueron flaqueando hasta separarse solo unos centímetros. Abrieron los ojos y se encontraron con un rostro tembloroso y plácido y unas bocas enrojecidas. Alba esbozó una pequeña sonrisa, y pegó su frente a la de la navarra. Esta no pudo soportar tanta intensidad y desvió sus ojos a la mesa, mirando los menús, que ya estarían fríos. Corrió a cogerlos, perdiendo torpemente el equilibrio, pero logrando mantenerse en pie. La rubia ni se percató, mareada aún por ese torbellino que se había instalado en su estómago y que no la dejaba descansar.

—Toma, queso sin lactosa—sonrió la navarra, tendiéndole la hamburguesa. Ella la cogió, rozando intencionadamente los dedos de la otra y dándole las gracias. Natalia tiritó por dentro, entendiendo que le costaría mucho tiempo sentir esa calidez y suavidad sin que le temblasen las piernas.

Comieron sin compartir demasiadas palabras. Tenían hambre, y el ruidoso ambiente de la ciudad evitó que el silencio se volviera lo suficientemente incómodo como para hacerlas hablar. Se miraban y se sonreían con frecuencia.

—Nunca hago eso—dijo de pronto Natalia, arrugando la servilleta y recostándose en el sillón.

—¿El qué? —preguntó la otra—pedirte la de pollo, ¿o encerrarte en ascensores? —bromeó. A la morena se le escapó una carcajada seca, a la vez que su nerviosismo la hacía moverse inquieta en el asiento.

—No... lo de... —sonrió, y se quejó. Le daba demasiada vergüenza—. Lo del beso.

Natalia escondía sus manos entre sus muslos, frotándolas entre sus piernas. Sentía cómo se les iban inundando de un sudor frío e irracional. Alba la miró con un cariño infinito, hinchando su boca de aire. Cómo puede existir una tía tan tierna en un cuerpo así, pensó.

—Nunca besas—rio, incrédula.

—O sea, sí beso... Pero, ay...—titubeaba Natalia, sin lograr hacer una frase con sentido—. Que nunca suelo besar a nadie... tan pronto. ¿Sabes?

—Ah, ya. Bueno, te he besado yo. Tú solo me has correspondido porque no ibas a rechazar a quien te salva de un ascensor—contestó ella, tratando de tranquilizar a una inquieta Natalia.

—Así que tú me has salvado, vaya—rio ella, aceptando aquel cambio de conversación—. Y me echaste agua cuando moría de calor, es verdad.

—Tendrás morro... ¿cómo te cachondeas así de mí? Me podría haber dado algo.

—Perdón, no pretendía...—Natalia había caído en sus redes, y ella rio escandalosamente, rompiendo su voz como un cristal que cae al suelo y se hace añicos. La chica la observó con una sonrisa de estúpida que intentaba esconder. Cómo podía ser tan inocente. Tenía que salvar esa situación. No quería que aquella rubia despampanante con la que había tenido la suerte de encontrarse se fuera de allí muerta de risa por su carácter débil y frágil. Quería que volviera a su casa sin dejar de pensar en ella, con un deseo que la inquietara sin dejarla dormir y contando las horas que pasaban sin recibir un mensaje suyo. Cuando sus risas se calmaron, le pidió que escogiera entre todos los libros que hacían de patas de mesa. Alba se quedó un poco dubitativa, sin saber qué pretendía. Se decantó por un lomo rojo de dibujos plateados. Al agarrarlo se dio cuenta de que parte de ese enorme garabato era el mismo que llevaba Natalia en su brazo derecho. Al observarlo con detenimiento se dio cuenta de que le parecía de lo más sexy.

—¿Hora de hacer los deberes? —vaciló la rubia. Natalia hizo oídos sordos, abriendo el libro por la primera página. Alba vio de reojo que estaba en blanco. La chica misteriosa sacó un bolígrafo de su mochila y se recostó en el sillón, mirando con profundidad a su cita—. Hostia...que iba en serio con lo del poema... —recordó, aunque la navarra no se enteró de su comentario.: ya había comenzado a escribir. A Reche le pareció que escribía con cierta velocidad, y se quedó en silencio mirando cómo su puño se deslizaba por las páginas del libro. Sonreía expectante, pendiente. Cada vez que Natalia se atascaba, apoyaba su brazo en su rodilla, tomándose un segundo para mirar a Alba con un brillo especial, un brillo que la rubia aún no había visto. Se le encogía el cuerpo cada vez que lo hacía, pidiéndose a sí misma saltar hasta ese sillón y comerla a besos.

—Vale, creo que ya. No quiero aburrirte—dijo de pronto, cortando la respiración de su cita. Le puso el tapón al boli, y jugó con él entre sus dedos mientras parecía que se disponía a leer.

—Un fuerte aplauso para Natalia, por favor—animó Alba a un público ficticio. En realidad, su broma no era más que un respiro antes de tener que escucharla. Estaba temblando por dentro. Volvía a sentir, como horas antes en el ascensor, que esa chica de altura vertiginosa y corazón de plastilina escondía mil bazas en sus mangas que acabarían sorprendiéndola cuando menos se lo esperase.

—Toma—Natalia le tendió el cuaderno.

—Ah, pensé que ibas a recitármelo—contestó ella. La morena se puso roja como un tomate. No quería hacer eso, no se sentía capaz. Nunca le había gustado leer en voz alta sus propias palabras.

—Pero es que... yo no suelo... —se excusó. Estaba de pie frente a la chica, que la miraba con la sonrisa más ancha del mundo desde el sofá de cuero.

—Tampoco besabas en las primeras citas y mírate... —recriminó, pidiéndole que se sentara en el reposabrazos del sofá. Lo hizo, quedando a una altura bastante notable respecto a Alba, que se veía pequeñísima. Natalia se hizo de rogar, golpeando con el boli la tapa que cubría la libreta. Estaba muy nerviosa. La rubia disfrutó de su agonía, y dudó un segundo en rodearla con su brazo. Descartó la idea por miedo a que aumentase su inquietud.

—Yo no quería salir aquella noche—comenzó, con la voz estremecida. Alba sonrió tímidamente, mordiendo su labio inferior. Con solo seis palabras, y ni siquiera rimar, ya la había ganado—. Y con el sol vine a dar. Con mi vergüenza y mi inseguridad el sol supo jugar—hizo una pausa para mirar a Alba. Comprobó que mantenía su rostro dulce intacto, aunque sorprendido—. Yo no quería besar a nadie, y con una estrella vine a dar—hizo una pausa para reír—. Tengo tachado: con una intolerante a la lactosa vine a dar. Pero queda mejor estrella, ¿a que sí? —Alba no se molestó en contestar, quería seguir escuchándola, así que la insultó tontamente y acopló su mano en la cadera de la morena—. Con sus manos y sus risas, la estrella supo hacerme amar. Puede que seas casualidad, una noche en un bar. Puede que seamos fuego y miedo, una simple ilusión. O puede que tan solo seamos —desvió su mirada un instante y tomó aire—. Una estúpida canción de amor.

Malasaña - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora