21. Constelaciones y confesiones

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El puente 25 de abril, una impresionante obra de arquitectura que cruza el río Tajo, les servía a Alba y Natalia como paisaje para su primer desayuno como pareja. La estructura de acero y de color rojo contaba con dos kilómetros de extensión, convirtiéndose en un festín para la vista. Las líneas que formaban, la velocidad de los coches sobre él, acababan haciendo del puente una hipnotizante imagen. El sol de esa mañana, caliente y acogedor, contrastaba con los charcos que la lluvia había dejado el día anterior.

—Quítate las gafas—le pidió Natalia a Alba, que miraba embelesada el puente con una tostada en la boca.

—Cariño, me da el sol en la cara.

—Jo, pero es que se te ponen los ojos muy claritos al sol—se quejó. Alba cumplió con los deseos de su chica, aunque ahora tuviera que apartar su vista del puente. Natalia se sacó el móvil del bolsillo y capturó a Alba intentando evitar la foto con una carcajada. Miró la instantánea satisfecha. Salía con una de esas sonrisas que tanto le gustaban, los ojos brillantes, transparentes, y su mano cubriendo la esquina inferior izquierda—. Vale, ya te las puedes volver a poner.

—Eres imbécil—se quejó sin ocultar la sonrisa de idiota que aquel tipo de gestos le provocaban. Se volvió a colocar las gafas de sol, y a dejarse hipnotizar de nuevo por las líneas del puente—. Tengo que pintarte.

Pues búscate un lienzo grande si quieres sacarme de cuerpo entero.

—Se lo decía al puente—carcajeó. Natalia puso una mueca de desilusión y soltó la taza de café antes de llevársela a la boca. Alba sacó un bolígrafo de una punta finísima y trazó la estructura de acero en una servilleta.

—Menudo talento de novia tengo—bromeó, sonrojándose. Alba levantó la vista y se encontró con el gesto pasmado y la sonrisa tímida de Natalia. Los labios de la rubia se estiraron hasta formar la más radiante de las sonrisas. Oír a la morena decir que era su novia, tenía que reconocerlo, le había dado un vuelco al corazón.

Siguieron desayunando cuando a Alba se le pasó el ataque de inspiración. Natalia estaba sentada de frente al puente, y a su izquierda, la rubia, que estaba ligeramente girada hacia una de las postales más bonitas de Lisboa.

—Qué bien que te haya gustado tanto—dijo Natalia, abandonando las vistas para fijar sus ojos en el cuello de Alba.

La chica se había cogido una pequeña y graciosa cola con la que la morena había jugado durante todo el trayecto hasta el bar. El pelo recogido dejaba al aire su nuca y la piel que cubría su garganta. El cielo despejado y la luz perfecta de esa mañana hacían que aquel cuello decorado de lunares de distintos tamaños y a diferentes distancias se pudiera ver con plenitud. Natalia acercó la silla sin disimulo. El arrastre de esta provocó un fuerte sonido que hizo sonreír a Alba, que la miraba de reojo. Natalia puso una mueca de pánico que le fue imposible de evitar. Pero que mereció la pena. Ahora también podía ver sus poros abiertos, el vello transparente y brillante que cubría su piel blanquecina y que tanto deseo le despertaba. Cogió el boli de Alba, que aún seguía sobre la servilleta convertida en arte, y comenzó a dibujar líneas que unían a los lunares. Cada vez que su mano la rozaba sin intención, una suave y calurosa sensación se le agarraba en el cuerpo.

—¿Qué haces, cariño? —rio, sin ni siquiera intentar apartarla, como hubiera sido lógico. Pero es que empezaba a acostumbrarse a las extrañas salidas de Natalia.

—Una constelación—contestó con una normalidad apabullante.

—Eres muy rarita—contestó.

—Pero eso ya lo sabías cuando te pedí salir—sonrió victoriosa—. Y me dijiste que sí. Bueno, claro que sí—remarcó.

—Madre mía, Nat, me gustabas más cuando no eras tan...

Malasaña - (1001 Cuentos de Albalia)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora