Las cifras aumentan; las personas vienen y van; los lugares cambian; gente nace, muere, y nace y vuelve a morir; las arrugas aparecen, las canas también; los recuerdos más insignificantes se vuelven los más nítidos; de repente, tu mundo nuevo y lleno de misterios se ha vuelto caduco, gris, sin valor alguno: estás atrapado en él, con personas de antaño y nostalgia en el corazón. Tu energía se va agotando, poco a poco, pero eso está bien. Eso debe pasar. Así que te sientas frente a aquella ventana... Por horas... Y horas... Y miras ese cielo inmortal, que todo lo ha visto, pero es ciego; que todo lo ha oído, pero es sordo; que ha anhelado y repudiado; pero es un ser discreto: sabe guardar secretos. El cansancio siempre gana últimamente, así que te rindes, y te dejas caer, abandonada al abatimiento. Realmente no tienes mucho que hacer en esa celda de recuerdos. La luz de las jóvenes te encandila, pero tu pupila se dilata, admirada de tanta pureza e inocencia. Te sientes traicionada por el tiempo. ¡Cómo han pasado los años! De repente las cifras aumentan; personas que estaban se han ido; los lugares han cambiado; gente nace y nace, y muchos más fallecen; el espejo te abofetea con arrugas y canas; y te encuentras ahí, más quieta que nunca, más silenciosa que siempre, con un torbellino de emociones llenas de polvo en la conciencia, y con toda una vida por detrás. Y te nubla la razón preguntarte si has hecho lo suficiente, si has dicho lo que debías decir, si has conocido todo lo que podías conocer, si tú existencia ha servido de algo. Pero tu energía se ha ido, los años han volado, y hoy ya es demasiado tarde para empezar una vez más.