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Recordé que desde pequeña me había gustado escribir. Que desde pequeña me inventaba historias sobre aventuras y vidas de diferentes personajes que viajaban por muchos lugares del mundo y muchos lugares de otros universos. Y recordé que la historia del niño de la luna fue una de las primeras que escribí.

Todas las noches subía a la luna flotando por el cielo con una docena de globos, cada uno de un color diferente, para que luego al soltarlos y dejarlos libres se reflejasen en las estrellas y creasen un bonito arcoíris nocturno. Esperaba tumbado en la luna a que pasase una estrella fugaz lo suficientemente cerca como para poder pedirle en un susurro su mayor deseo, y estuviese así seguro de que lo oía y se cumpliría, un deseo el cual era viajar y explorar el mundo entero, y convertirse en alguien importante, o al menos, en alguien.

Claro que, para ello, necesitaba dinero y ropa de abrigo, y que su padre volviese a tener un trabajo. Pero él era un chico paciente, y sabía esperar. Esperar hasta que algo bueno ocurriese. Esperar colgado de la luna.

El niño de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora