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Desde mi cuarto podía ver una de las casas más grandes del vecindario, blanca y luminosa a la luz del día, a tan solo unos cincuenta metros de la mía; también veía la larga carretera que conducía al pueblo de al lado, donde había más tiendas, más plazas, más monumentos, y mucho más ambiente los fines de semana, aunque no por eso lo prefería antes que al mío; a lo lejos contemplaba las altas montañas y bosques que hacían del paisaje algo aún más admirable.

Claro que eso lo veía cada día, cada noche, cuando estudiaba, cuando leía o cuando escribía. Pero aquella madrugada de julio, vi algo mucho más interesante.

La luna, que apenas podía verse por su fase menguante, parecía estar más cerca de lo normal. Y no solo eso, sino que parecía que algo pendía de ella. O, más bien, alguien...

El niño de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora