VIII - Antímez (Pt.1)

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Sobre las tierras de Antímez corría un viento helado, tal vez era que se estaban acercando cada vez más a las tierras del norte o quizá era sólo la noche que dejaba caer su frió manto para desaparecer una vez llegase el alba... y aquella noche se prolongó demasiado, el cálido sudor que les recorría el cuerpo terminaba enfriándose de forma rápida, sin embargo, aquello a Ereas le pareció agradable, sus entrañas se mantenían activas y calientes con el constante galopar del animal, pero su piel estaba fría, casi congelada y esto lo relajó, liberándolo del miedo. Era como si en ese momento sólo existiese aquella extraña sensación, nada más, y eso le ayudó a desviar sus pensamientos de la demoledora jornada. Habían cabalgado a todo galope y sin descanso, como si el mago planease alcanzar la ciudad de los elfos esa misma noche. Algo completamente imposible, pero Ereas no podía decir nada, después de todo él jamás había realizado semejante travesía.

Gracias al mago habían logrado sortear el paso de Lahar con éxito, Ereas apenas había podido reparar en el trayecto, pues moría de sueño, y aunque su sentido del peligro continuaba alerta, habían sido tantos los caminos y vueltas que habían dado que le era imposible recordarlo, por lo demás todo le había parecido similar... rocas, acantilados, cavernas y oscuros parajes. No pudo entender como el mago lograba ubicarse tan eficazmente en medio de la oscuridad, era como si tuviese un detallado mapa mental en su cabeza con brújula incorporada. Sea como fuere, los había conducido de manera excelente y poco antes del alba divisaron por fin la salida; algo que hasta los más avezados viajeros consideraban imposible, cruzar aquel paso requería prácticamente dos días. La carroza había sido la que había dado mayores dificultades, no obstante, Rusandín, el criado, conocía bien a sus caballos, así como sus capacidades, por lo que los había maniobrado eficazmente, logrando seguir el acelerado paso que mantuvo el mago y evitando incontables volcamientos y accidentes que fácilmente hubieran ocurrido si las riendas hubiesen estado en otras manos, aun así el miedo y las constantes plegarias a Thal que pronunció esa noche, que lo mantuvieron despierto y alerta, no le ayudaron a calmar los temblores, sus manos tiritaban y estaba frío como roca y él sabía que no era precisamente por la temperatura de la noche. Sin lugar a dudas era el terror, aquel terror a lo desconocido, el terror a aquellas peludas bestias salidas de algún cuento tenebroso, algo a lo que él, ya viejo y débil, jamás se había preparado o pensado siquiera que podría enfrentar, los días lo hacían sentir cansado y aunque estaba rodeado de famosos guerreros endurecidos por la batalla, temió por su vida.

Cuando el sol comenzaba a ponerse en lo alto todavía se encontraban cabalgando, habían dejado el Paso de Lahar hacía algunas horas y se encontraban cruzando las pampas de Antímez, una vasta llanura con escasa vegetación arbórea, pero con verdes y hermosos prados. El avance fue rápido, pero agotador, Ereas tenía la esperanza de que se detuvieran, tenía hambre, estaba molido y el sueño lo consumía, el mayor dolor seguía concentrándose en sus muslos y verijas, el galope de Arrow se mantenía golpeándole constantemente esa zona y el ya no tenía fuerzas para mantenerse fijo a la montura, por otra parte, sus brazos y espalda lo torturaban a tal nivel que ya casi estaba al límite de no poder sostener las riendas, sin duda alguna no estaba acostumbrado a tales travesías. Ereas comenzó a preguntarse cuánto más podrían aguantar los caballos antes de morir de cansancio y si los demás estarían sufriendo sus mismos problemas, pero ni siquiera se atrevió a girar la cabeza para echarles una mirada, intentó concentrarse en cualquier otra cosa menos en el constante dolor que iba sintiendo, una vez que se bajase del animal de seguro sería incapaz de volver a subir, pensó.

Fueron dos días de tortuosa cabalgata, durmieron de día y viajaron de noche, no hubo lecciones ni entrenamiento y apenas si comían y descansaban un poco para volver a partir, tampoco hubo canciones, apenas si les quedaba energía para hablar. Finalmente fue al inicio del tercer día que el mago por fin ordenó que se detuvieran junto a un lugar sombreado, se bajó del caballo y ordenó un merecido y prolongado descanso, para Ereas fue uno de los momentos más reconfortantes de su vida, nadie dijo una sola palabra, pero a Ereas no le importó, se echó a la boca algo de comida y sin más, se rindió al sueño de forma involuntaria, para cuando despertó los guerreros ya lucían de mejor humor, se encontraban listos para partir, Insgar lo mecía suavemente.

El Viaje De EreasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora