La Mosca

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Esto pasó hace unos días, o tal vez fue hace semanas, realmente no recuerdo bien, incluso pudo haber pasado meses atrás. Mi memoria falla y no puedo recordar bien cuándo es que los hechos suceden, pero sí recuerdo con exactitud qué fue lo que aconteció.

Para que puedan entender el relato que un servidor les ofrece, primero que nada tengo que plantear un poco mi situación. Desde hace varios años - no recuerdo la cantidad - vivo solo, dentro de una modesta casita de dos pisos, hecha de madera crujiente e iluminada por el sol. Desde que he vivido allí no he comido nada y no he experimentado nada similar al hambre. Por esa misma razón el baño está siempre limpio e impecable. En un rinconcito de la casa tengo un estante con un solo libro el cual me dedico a leer todas las tardes. Es sobre la historia de un joven leñador que se pierde en un bosque para luego ser encontrado por sí mismo. Me gusta tanto que no he tenido la necesidad de conseguir uno nuevo, cada que lo leo es como la primera vez. Así mismo no he salido de la casita desde que entré y mi única evidencia del paso del tiempo es la luz que entra y se va por la ventana todos los días.

Aparte de leer mi otro pasatiempo favorito es golpear la madera de los escalones para oírlas crujir, así creo melodías diversas que nunca se repiten. Dentro del baño había un espejo que rompí hace mucho ya que siempre que entraba al baño para limpiarlo me encontraba con un extraño hombre dentro de él. Gritaba y hacia caras, un hombre viejo y canoso. Un día discutí con él para convencerlo de que se fuera, pero sólo gritaba. Nunca me agradó, por eso rompí el espejo. Así que no he visto ni a una sola persona en mi estadía en la casa desde entonces, tampoco animales.

Explicado eso, podrán entender la sorpresa que me llevé hace unos días (o hace unas semanas) al estar leyendo al joven leñador en mi sillón y de pronto oír un extraño ruido que no se trataba de la madera. No había escuchado algo similar hace tiempo. Me levanté del sillón y busqué la fuente del ruido. Le dí vueltas a la casa, de arriba a bajo, de frente y al fondo. Cansado me senté en una silla del comedor y allí encontré lo que buscaba, lo que causaba el sonido que no podía describir. Era una mosca. Una mosca que volaba sobre un plato con dulces empaquetados que había dejado en la mesa hace bastante tiempo. La mosca se veía atraída por esos dulces. Imaginen mi reacción al ver semejante animal después de no haber visto ni un alma por tantos años. Puse una mano sobre la mesa, me agarré el mentón con la otra. Estaba estupefacto, contemplaba el volar de ese ser que daba vueltas sobre el plato. Se posó sobre mi mano, sentí cosquillas. Podía ver cómo frotaba sus manos unas con las otras para después empezar a chuparme con su pequeña trompa. Era algo único.

Acerqué mi cara para poder apreciar mejor al insecto. Sus ojos rojos me abstraían. Pequeñas esferas de color carmesí. Dentro de ella pude ver al hombre del espejo. Ya lo había perdonado por gritar en mi baño. Lo saludé amistosamente y él me saludo a mí. Sonreí. No supe cómo es que había acabado ahí dentro, pero no importaba, se le veía feliz.

Tomé un dulce con la mano que tenía en el mentón y lo abrí para la mosca. Voló hacia el dulce y lo empezó a chupar. Se limpió las alitas con las patas. Yo estaba feliz de haber visto a alguien después de tantos años. La mosca se veía entretenida en el caramelo. Yo me despedí de ella y regresé a mi sillón a continuar mi lectura. Después de poco oí a la mosca aproximarse a mí. La ví volar alrededor mío. Yo la seguía con la mirada. Luego se colocó en mi mano y se pasó a mi libro. Al parecer también le gustaba leer. Sonreí alegremente. Ya había leído aquel libro muchas veces por lo que dejé que la mosca lo leyera. Yo la veía mover sus ojos, esferas carmesí, de un lado a otro, palabra en palabra, yo me encargaba de girar la hoja.

Tras un rato la mosca terminó el libro y satisfecho decidí que era hora de ir a dormir. La mosca me siguió hasta mi habitación, y durmió en mi mesita de noche. A la mañana siguiente la encontré volando sobre los dulces una vez más. Yo le desenvolví uno y ella lo chupó contenta, parecía que sonreía. Luego de aburrirse del dulce iba conmigo y leíamos juntos al leñador.

Los días pasaron y eso se volvió rutina.

Una mañana desperté pero el típico sonido de la mosca ya no estaba dentro de mi casa. La busqué por un rato hasta encontrarla justo donde la ví por primera vez. Estaba en la mesa del comedor, sobre el plato de dulces. Allí se encontraba inerte, sobre su espalda. Con el dedo la moví un poco, creí que dormía. No reaccionó. Había muerto.

Tuve una depresión que me afligió ese día, lloré a chorros. A la mosca la tomé en manos y la enterré en una maceta que tenía vacía. Ese fue el único día en el que no leí cómo estaba acostumbrado. No logré conciliar el sueño.

Al día siguiente hice un descubrimiento impactante. Mientras golpeaba la madera para hacerla crujir, seguía triste por lo de la mosca y me consolaba haciendo melodías. Golpeé con fuerza la madera tras un ataque de tristeza. Tan fuerte fue el golpe que rompí la madera y le hice un agujero a los escalones. Dentro del agujero ví que algo se movía, pero la obscuridad del interior no me dejaba apreciarlo en su totalidad. Inspeccioné metiendo la mano, sentí algo viscoso y en movimiento. La retiré con asco. Fui a la cocina por fosforos para poder iluminar aquel misterio. Encendí uno y pude contemplar lo que había escondido entre sombras.

Cientos de cositas diminutas, alargadas y de color rosa que se retorcían unas sobre otras. Eran las larvas de mi amiga la mosca. Eran sus hijos, los que dejó antes de morir. Una lágrima brotó de mi ojo y una sonrisa se dibujó en mí. Me comprometí a cuidar de esas larvas, en honor a mi difunta compañera. Las larvas parecían hambrientas, las alimenté con los dulces que comía su madre. Me sentía orgulloso de mí mismo.

Los días siguientes los pasé vigilando las larvas, protegiéndolas de lo que fuera, luego, si me sentía seguro, iba a leer. Con el transcurso del tiempo pude ver cómo las larvas crecían y después cómo pasaban a ser pupas. Ya estaban casi listas para nacer. Una mañana bajé de mi habitación y encontré la sala repleta de diminutas moscas volando por todo el lugar. Estaba muy feliz.

Jugué con ellas todo el día. Corría tras ellas y ellas huían, era divertido. Me senté en mi sillón y me dispuse a leerles mi libro. Todas volaban aldredor de mi cabeza. Esa noche dormí con una sonrisa impregnada.

Pero la felicidad no duró mucho. Luego me di cuenta que ellas no se parecían en nada a mi compañera original. En verdad ellas no me prestaban atención cuando les leía. Sólo revoloteaban como idiotas. Desenvolvía un dulce y todas se dirigían a él, únicamente me deseaban por el alimento que les podía ofrecer. Me enfadé con ellas, eran una desgracia en comparación a su madre. Todas eran iguales, ninguna sobresalía del resto, idénticas. Todas hacían justamente lo mismo. Estar rodeado de ellas era igual o peor a estar solo. Aún así, seguía alimentandolas, me sentía obligado a hacerlo. Con el frecuente alimento el número de ellas creció y eran cada vez más las moscas que había en la casa y había miles de nidos de larvas. La casa se veía como un abismo por dentro a causa de las moscas que volaban, eran demasiadas.

Pero un día los dulces se agotaron. Las moscas, que comúnmente volaban lentamente ahora lo hacían rápido. Estaban furiosas y hambrientas y empezaban a pararse sobre mí más de lo normal, como si quisieran comerme. Algunas empezaron a morir. Eso no me importaba. Descubrí que unas se comían entre ellas. Las más grandes cazaban a las más pequeñas.

Un día mientras trataba de leer, las moscas empezaron a unirseme, se pegaban en mi piel. Ví mi mano, estaba repleta de moscas. Mis piernas y todo mi cuerpo se empezó a llenar de ellas. Yo me movía para quitarmelas, pero siempre llegaban más. Grité.

Me levanté de mi sillón y corrí por la casa,  la gran cantidad de moscas siempre me alcanzaba. Me encerré en el baño, entraron por debajo de la puerta. Volví a ser rodeado por ellas. Tenía que escapar. Revisé el baño y me encontré con la ventana. La abrí y salté. Quedé inconsciente.

Al despertar me encontré negro. Moscas y mas moscas. Todo mi cuerpo dolía. Espanté a unas cuantas y pude ver la piel de mi brazo. Sangraba. Me levanté con dificultad. Era la primera vez que salía de casa tras tantos años. No recordaba que afuera había un bosque. Altos pinos. Era de noche. Caminé lentamente entre los árboles, sin saber a dónde ir.

A lo lejos ví una figura, era el hombre del espejo. Iba rodeado de moscas.

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