Ese día tenía tiempo libre y decidí que era buen momento para ir de compras. Pasé a la tienda de felicidad más cercana y compré algunos artículos que me ayudarán a exteriorizar mi personalidad. Un pantalón marrón tirando a negro, entubado y tiro alto, talla 32, marca Steel, tuve que comprar un cinturón para que no se me cayera, negro de cuero, marca Personal Style. Una camisa gris con patrones de rombos color azul, de manga larga y botones con forma de perlas, marca Goldberg. Un reloj metálico con apariencia minimalista, con palos en lugar de números y una correa bastante cómoda, marca Ripsson, me lo llevé puesto.
Pensando en cómo estos nuevos accesorios me harían lucir en las reuniones de la compañía y la atención que se posará en mí gracias a mi llamativa apariencia salí del centro comercial y me detuve a comprar una bebida helada para combatir el calor de la tarde. El día de pago se acercaba así que no dudé en comprar la bebida más cara: un té helado de frutos rojos servido en un vaso de 16 onzas, cerrado con una tapa plástica y adornado con un popote. Mi nombre resonó entre las paredes de la cafetería y me acerqué al hombre tras el mostrador quien me tendió la mano en la que mi té se encontraba. Lo tomé y salí del lugar, llevando mis bolsas de felicidad por debajo del hombro.
En mis lentes de sol polarizados, con armazón plateado y protector contra rayos UV se reflejaba el sol acostándose tras unas cordilleras. Mi carro averiado, un Reinner gris modelo 2018, me obligaba a moverme a pie por la ciudad y aunque pude haber pedido un taxi, preferí llegar caminando. Debía cruzar diez cuadras por la avenida Lázaro Cárdenas y luego girar a la calle Constitución, que es donde vivo, en una casa color blanco, portón café, con cochera para dos carros, dos pisos, dos baños completos y un mediano, cuatro cuartos, cocina, comedor, sala, estudio y un jardín trasero con un asador.
A 244 metros de mi casa me encontré con un individuo de aspecto sospechoso, llevaba una gorra de un equipo de baloncesto que no conozco pero recuerdo, una camisa sucia de la pasada campaña política del ex gobernador del estado, unos pantalones cortos de mezclilla azul y unos tenis deportivos blancos, no sabría decir la marca. Aparte de todo eso, el color de su piel era obscuro y tenía tatuajes en ambos brazos. Traté de pasarme para el otro lado de la calle pero me interceptó. Sin entrar en detalles, me quitó todo lo que había comprado aquel día, además de mi celular de 9 pulgadas, cámara de 48 megapíxeles, memoria interna de 128 gigabytes y procesador de 4 núcleos, marca Lepstar, ah, y mis llaves.
Cuando llegué a casa me abrió mi novia, le conté sobre mi mal aventurado encuentro con aquel ser y procedí a acostarme en el sillón amplio de la sala, que compré en conjunto con el comedor en Muebles Aramis. Jamás he sido de los que les gustan las matemáticas, pero esa vez me dió por hacer cuentas. El total de lo que había en esa bolsa que me fue robada tenía un costo de 2800 pesos. Yo trabajo ocho horas diarias, seis días de la semana, recibo un salario de 20,000 pesos mensuales. Haciendo cálculos, cada hora de trabajo se traduce a 104.166 pesos y dividiendo esto entre lo que me costó lo que compré hoy, terminó con 26.88 horas de trabajo tiradas al caño, poco más de un día. Todo esto me hizo preguntarme si lo que perdí aquella ocasión fueron mis compras, mi tiempo o ambos. Y aún me falta calcular lo que costaba mi celular puesto que ya estaba usado.