sufragette

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Mi amado Sanji,

Hoy no pasaré por el cuartito.

Las sufragistas y yo hemos quedado para charlar y dibujar pancartas para la protesta. Me he dado cuenta de que, a pesar de mi trabajo, sigo siendo independiente y puedo hacer y opinar lo que a mí me de la gana, y yo quiero que nosotras, las mujeres, podamos votar, aunque a mí todavía me falten dos años para cumplir los dieciocho.

Si Big Mom pregunta, no le digas donde ando. ¡Esa gorda me colgaría si se entera! Dile que me he ido a comprar lazos para el pelo, y que llegaré tarde.

Quema esta nota si es que ya la has leído, y recuerda: Francaise Dot Voter!

Desanimado, Sanji suspira y enciende una cerilla para quemar la nota. Sin embargo, aunque esa noche no se vayan a acostar, le deja a Pudding dos monedas de cincuenta centimes bajo la almohada, una por aguantar sus penas y otra para que se compre chucherías.

Le viene a la cabeza, de repente, la plácida imagen de la jovencita con sus tirabuzones castaños y su diadema forrada en cinta roja, con un floreciente rosetón, y sonríe.

Podría casarse con ella, si quisiera; le sería más sencillo casarse con una menor que con un hombre, fíjate tú. Muchas veces había pensando en ello: de haber seguido juntos, ¿se habrían casado Marimo y él? ¿Y la boda, cómo habría sido la boda? ¿Habrían ido los dos con traje? ¿Los dos de negro? ¿Los dos de blanco? ¿Uno de negro y otro de blanco?

Si se hubiesen casado, Marimo habría llevado unos pantalones blanquísimos, rectos, dejando sus tobillos maltrechos al descubierto, y una chaqueta cruzada, de marfil, con una flor en el pecho.

Si pensaba en algo del pasado, fuera malo o fuera bueno, Sanji lo echaba de menos. Lo mismo le ocurría con cosas que nunca habían pasado: nunca se había casado con Marimo y nunca había bailado con él, pero le sacudía la nostalgia al pensar que no se habían casado ni habían bailando una sola vez, porque la obligación de un caballero era sacar a bailar a una dama, no a otro caballero; porque dos jóvenes galanes sí podían ir juntos a la plaza para buscar una chica con quien bailar, pero no a bailar los dos juntos a la plaza.

De todas formas, cuando se lo pidió, Marimo no le concedió un baile.

Era un imbécil, siempre balbuciendo, rascándose la nuca, tardo y vacilante. Se pensaba que las vacas rojas de España eran rojas de verdad y no sabía dónde estaba ni el Norte ni el Sur ni el Este ni el Oeste. No había terminado los estudios. Partía las nueces con la palma, de un golpe seco. Llevaba tres pendientes de maleante en una oreja, de oro falso, de muy mal gusto. Y aún así, poco antes de que terminara el año, una noche en la que estaban recogiendo las mesas, les llegó una música del piso de arriba y Sanji le preguntó:

—¿No te apetece bailar?

—¿Qué?

—Con esta música me entran ganas de bailar con alguien. A veces Jessica y yo bailamos.

—Yo no bailo —dijo Zoro.

—Te enseñaré.

El rubio le agarró de las manos, esas manos de honda delicadeza, manos como las de las mujeres que, mientras cantaban jotas y romances, desbriznaban y le quitaban los estambres a las flores de azafrán.

—Tú eres la chica —le dijo Zoro, tan pendiente siempre de su masculinidad.

Y entonces, uno enfrente del otro, cara a cara, codo con codo, empezaron a bailar.

En el piso de arriba sonaba la canción: I'm forever blowing bubbles, pretty bubbles in the air...

—No puedo hacer esto.

Zoro se apartó medio turbado. Por aquel entonces tenía diecinueve y Sanji, veintiuno. Los dos eran jóvenes y galanes.

Y estaban enamorados. 

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