montparnasse

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—Pudding —jadea Sanji; ha llegado corriendo al restaurante y la chica, que está en su turno de trabajo, no espera su visita—. Pudding, tengo que decirte algo.

La chica retira lentamente el molde con forma de estrella de la masa, preguntándose, asustada, si ese loco enamorado va a pedirle matrimonio.
Pero Sanji simplemente dice:

—Lo he visto.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser? —se impacienta el hombre, y la zarandea como a una pequeña maraca— ¡Al camarero!

—¿Roronoa? —pregunta Pudding.

—¡Al artista! ¡Al vigilante! ¡Al mecánico! ¡Sí, maldita sea, a Zoro Roronoa! Lo he visto en el mercado de Montparnasse. Ese imbécil raspamonedas, estaba más perdido que un piojo en una peluca.

Entre los puestos de antigüedades, parecía estar buscando algo febrilmente, pero no lo encontraba. Él siempre tan lento, tan olvidadizo; por eso mismo no podría ser cocinero, pensó Sanji al verlo. En la cocina uno tenía que pensar rápido, ser dinámico, saber improvisar por si algo salía mal, y salvo en contadas ocasiones (aquella vez que se le lanzó encima para besarlo, o cuando le tiró el jarrón de flores a la cabeza), Zoro siempre se contenía.

—¿Le has dicho algo? —pregunta Pudding.

—No —dice Sanji—. No, por Dios. No me he atrevido a llamarlo, y de haberlo hecho, probablemente me hubiese estrangulado ahí mismo, delante de todos.

—Los hombres —sonríe la chica abriendo el horno para meter las galletas— tenéis el pecho inflamado de orgullo. Seguro que él también te ha visto y, como tú, a preferido no saludarte —cierra la puerta del horno y se gira para mirarlo, con los ojos achinados— Pero tú querías saludarlo, ¿verdad? ¡Sí, sí, no hagas así con la cabeza! Si no, no hubieses venido hasta aquí corriendo para contármelo.

Lo cierto es que, después de encontrárselo, Sanji se había quedado mirando al chico, ansioso, maravillado, casi como si se le hubiese aparecido la Virgen. Contempló, envuelto en un sopor romántico, la fuerte figura de Zoro, que sobresalía entre la gente: su torso tallado bajo aquella camisa sucia, con los primeros botones desabrochados; su rostro perfil, duro y moreno; los tres pendientes de la oreja, que antes le parecían calderilla y en ese momento, en aquel mercado de pulgas lleno de esnobs y artistas de poca monta, resultaron más exuberantes que el oro mismo.

A Sanji le vino a la mente aquella frase de esa escritora de Neuilly-sur-Seine: somos más grandes que Montparnasse por la visión de nosotros mismos, de las cosas, de los niveles.

—Supongo que tienes razón —musita el cocinero, y una expresión de melancolía le deforma la cara —Pero es que yo hice las cosas tan mal, ma petite fille... Si él me hubiese hecho lo mismo que yo le hice, jamás me perdonaría.

Pudding, que parece un pastelito de fresa con su su nuevo delantal a medida, rosa y con los bordes festoneado como nata montada, se queda mirando a aquel hombre rubio, triste, desconocido.

—Sanji —le dice con cariño, y no con el cariño falso que utilizaba como puta, cuando él venía a su cuartito a buscar consuelo, sino con el cariño de una madre—, pero es que Zoro y tú sois muy diferentes.  A Zoro se le ve muy buen chico. Creo que todo daño que haya hecho, a ti o a cualquier otro, es inintencionado. De verdad, créeme, existe gente así.

—¿Tú crees? —pregunta el rubio.

—¡Claro que sí! Y luego están las personas como tú, que aunque se empeñen en hacerlo todo bien, la gente les sigue tratando mal, por eso tienen el corazón comprimido, quieto, como un peñasco de hielo sucio.

La niña tenía razón: Sanji debía aprender a perdonar y perdonarse.

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