túnicas

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—¿Qué te pasa, mi boudin? Pareces preocupada.

Seriecita, Pudding se peina con los dedos cada vez que se quita una horquilla. Después de hacerlo con Sanji siempre acaba con pelos de loca.

—Venga, no te hagas la interesante —protesta el rubio—. Se supone que aquí nos contamos las cosas.

Lánguida frente al espejo de su tocador, Pudding suelta un suspiro.

—¿Sabes esa chica del molino, Lola? —Sanji no sabe quién es, así que ella insiste—: Alta y grandota, con un par de macizas cuerdas por trenzas.

—Ah, sí, ¿qué pasa con ella?

—Tenía un protector. Un príncipe. La mimaba, la compraba dulces, la sacaba por ahí; de hecho, si mal no recuerdo, creo que estaban a punto de casarse. Pero entonces ella lo dejó, porque decía que eso no era amor verdadero —la joven se quita otra horquilla y la guarda en su neceser. Sanji toma cuenta de que le tiemblan la manos—. Esta mañana la han encontrado. En la puerta de entrada, con un corte en el cuello. Oh, Sanji —rompe a llorar y se cubre el rostro con las palmas— ¿Cómo puede haber gente tan mala? Si tú dejas de venir... si tú dejas de venir tendría que irme con otro hombre, y ese hombre podría hacerme algo terrible. Tú nunca me harías daño, ¿verdad? Tú nunca me dejarías.

—¡Niña mía!

El hombre extiende los brazos y Pudding, llorosa y temblorosa, vuela a sus brazos cual pajarillo al calor de su nido.

—Ea, ea... —el rubio la calma y le da un beso en la frente, tierno y pequeño como una chispa de chocolate. Las lágrimas de ella son dulces como agua de regaliz— ¿Pues cómo iba a hacerte yo daño, con lo que me has ayudado?

—En este mundo nunca se sabe...

—Conmigo puedes estar tranquila. Yo seré tu príncipe si quieres, y te compraré almendras garrapiñadas y mermeladas y frutas guisadas y todo el jarabe dorado que tú quieras.

—¿Y a bailes de máscaras? ¿Me llevarás a bailes de máscaras? —pregunta Pudding.

—¡Claro! No sé si te conté, pero Marimo y yo fuimos en una ocasión a una fiesta de disfraces persa. La organizó un diseñador de moda en los jardines de su palacio; ¡tendrías que haberlo visto! Para entrar debíamos ir disfrazados. En la cola, una mujer vestida de geisha se quejaba de que no la dejasen entrar.

"Disculpe, señorita, usted lleva un vestido de noche. Esto es una fiesta de disfraces. Lamento decirle que no tiene permitido entrar" "¡Pero señor!, el rubio imita la voz de la mujer, aguda y cantarina, ¡mi vestido de noche está hecho de auténtica seda china!" "Señora", insistió el vigilante, "no estamos en China, sino en Persia, y su disfraz no tiene cabida en este contexto"

Aquel palacio estaba forrado con tapices de arriba abajo —sigue contando Sanji—, así que aquellos que miraban desde fuera no podían ver nada de lo que ocurría dentro: melodías lejanas, espejos, sorbetes, acuarios, escamas y plumas... Marimo iba de sultán y yo, de alfarero.

—Qué guapos —Pudding se los imagina.

—Y envuelta en una gandoura de seda azul, había una hermosa muchacha con un dedo levantado en el aire, el gesto tradicional de los narradores orientales. Los espectadores, tanto hombres como mujeres, la escuchaban en silencio como si fuese eso una mezquita, sentados en unos cojines multicolores reunidos y bordados. En la cumbre, ella: la Gran Nefertari Vivi.

—Ese nombre es de princesa —cavila Pudding— ¿Era una princesa?

—Creo que era una modelo iraní; tampoco me hagas mucho caso. Sin embargo, lo que más me llamó la atención de aquella fiesta fue la profetisa de pelo de fuego —cuenta Sanji—. Le eché a una moneda, me miró a los ojos y me dijo: "Antes de que termine esta fiesta, alguien te romperá el corazón"

—¿Y qué pasó?

—Que Marimo me engañó.

Silencio.

Pudding no se atreve a decir nada, porque Sanji se ve tan roto cuando dice:

—Que estábamos enamorados, mi boudin; que habíamos pasado mil y una noches juntos y va él y me hace eso.

Entonces así fue cómo terminó todo entre ellos, piensa la joven. Con lo enamorado que parecía ese tal Marimo...

Ella entierra las manos en su melaza y lo mima como a un niño.

—Ay, Sanji, chéri.

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NOTA: la fiesta de disfraces está inspirada en la que hizo el diseñador de moda Paul Poiret en 1911, llamada las «Mil y dos noches», ofrecida por éste para presentar sus nuevas creaciones en el ambiente esplendoroso de un baile oriental. 

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