Kuina,
Y así comenzó la guerra.
Cuando me enteré de lo de Nami, pillé un cabreo de aquí te espero y, como es natural, me enfadé. Me enfadé y a partir de ese momento odié a Sanji, porque no sabía qué otra cosa podía hacer.
Lo odié entero, de arriba abajo; lo odié a él y su ceja con forma de pámpano y al bigote rubio dibujado sobre sus labios y a sus ojos de plata falsa; odié el hecho de que sus manos y pómulos de cera no se derritiesen ante el calor de los fogones y que cada maldito día que pasase, él cocinando y yo sirviendo comida, amaneciera más tocapelotas, más cretino y más guapo.
Puede que fuese por la rabia o el orgullo herido, pero un día en el que estaba especialmente impertinente cortejando a una cliente con sus recitales, terminé lanzándole una flor, y con flor no me refiero a un piropo, sino al jarrón con la flor blanca que había en el centro de una mesa. Se lo tiré para que se callara y estalló contra la pared en mil pedazos.
—¿Pero a ti qué te pasa? —me gritó exaltado.
—Me pasa que me tiene hasta los cojones, eso es lo que me pasa.
Me rechinaban los dientes, Kuina. No sé qué me pasaba, pero era incapaz de volver a como estábamos antes.
Los compañeros se quedaron pasmados, porque claro, ellos no se sabían toda la historia (mejor dicho, no sabían nada) y Zeff nos echó una buena bronca; dijo que éramos peores que dos niños pequeños, y que a la próxima nos echaba a la calle, al uno y al otro. Si hubiese sabido lo feas que se pondrían las cosas de ahí en adelante me habría ido al garaje de mi tío a arreglar cadenas y engrasar piñones.
Porque a la mañana siguiente del ataque de la flor, Sanji le prendió fuego a mi ropa.
Sí, sí, cómo lo lees: cogió de mi taquilla la ropa de cambio, la extendió sobre el fogón como si airease una sábana y luego encendió el fuego, todo eso mientras tarareaba alegremente lalaralarala.
Me entraron ganas de retorcerle el pescuezo como a una gallina clueca, pero no lo hice.
Me aguanté. Soporté su presencia y me limité a no perderlo de vista, suspirando por agarrar esas largas piernas, que siempre me parecieron labradas en mármol, con los tenaces músculos demasiado marcados y pegados al hueso hasta el punto de que daba miedo mirarlos. Cuando se me iba el santo al cielo y él me pillaba comiéndolo con los ojos, en vez de insultarme, sólo me miraba por encima del hombro y ponía carina de pena, como pensando: pobre tonto.
Y los momentos en los que nos quedábamos a solas ya no eran preciados: eran horribles. No sabía si quería meterle un puñetazo en la boca o cogerle del cuello de la camisa, hacer saltar toda la tapeta de botones y atacar su cuello directamente; no sabía si debía pedirle perdón por cualquier cosa del pasado o esperar a que él se disculpara ya ni sé por qué.
El caso es que nos odiabamos, y yo aún creo que, en realidad, lo único que queríamos era seguir adorándonos, igual que antes.
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copacabana | one piece | zosan
Fanfiction«Ya sé que lo nuestro fue un amor museal que duró un año nada más y que aunque tú ya no me soportes, casi podría decirse que desciendo de ti, como si tú fueras mi ancestro, y te necesito, te necesito porque eres lista y siempre sabes qué hay que hac...