viento

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Kuina,

¡No te vas a creer lo que me acaba de pasar! Resulta que estaba en el mercado de Montparnasse, tan tranquilo, buscando un vestido para el cumpleaños de Perona, cuando de repente he girado la cabeza, más o menos noventa grados, y entonces lo he visto: Sanji, el maldito cocinerucho, más rubio y delgado que nunca.

Me he acordado de la primera (y única) vez que me ofreció un cigarrillo, y de golpe, mágicamente, se me ha venido el nombre a la cabeza igual que un letrero iluminado: Gauloises. Al verlo, he recordado que fumaba cigarrillos Gauloises, que su traje de cocinero era blanco y sus ojos, grises. He recordado la manera en la que se sentaba sobre las cajas vacías, enfadado, maldiciendo por lo bajo como si el Zeff le hubiese mandado al rincón de pensar. Y también me he acordado del poemilla que escribió sobre mi pelo como regalo de Navidad.

Creo que he sido duro con él, Kuina, porque conmigo él se portó mal, sí, muy mal, pero durante los años que estuvo en el restaurante, Sanji fue un sol, un sol lleno de vida y cariño que, derramando palabras bonitas sobre mi pecho, terminó por derretir mi alma. Cómo imitaba a esos poetas adictos al vino, cómo se paseaba entre las mesas como el viento y me abrazaba por la espalda; a lo cual yo respondía con un manotazo que él, tan ligero, esquivaba para abrirse paso de nuevo entre mis brazos, desencadenando un ataque de besos y empujones.

Y ahora, a falta de su cuerpo, lloro por nada y reboso ternura: contigo, con Perona, con Mihawk. Quiero volver a los días de invierno, para que él me tienda una mano y yo pueda bailar por su causa y cometer lo irreparable. Cuando lo he visto, me he dado cuenta de que nuestro amor y odio, nuestras burlas y bromas de mal gusto, engaños y traiciones, no me ha endurecido, sino que han sido como pequeños trocitos de leña que han encendido una lumbre.

Sé que en las cartas anteriores dije que quería retirarme del mundo, change d'air, porque tenía el corazón destrozado. Ahora, sin embargo, después de haberme encontrado con el cocinero, ya me siento más seguro de las cosas de mi alrededor.

Y es que en estos meses me he dado cuenta de que escribir una carta es como monologar con uno mismo.

Cuando he vuelto a mirar, con el mayor disimulo posible, su esbelta sombra ya no estaba ahí; y la angustia por volver a verlo me ha seguido hasta casa, durante el trabajo y la hora de la cena. Quiero volver a ver al cocinero, quiero volver a tener su torso desnudo, grácil, entre mis brazos; la curva de su cuello en mi boca; el raso de los huesos de su cadera contra los míos. Escribo como un loco, estoy desesperado. Siento que si no vuelvo a verlo, voy a romper algo.

Lo dejo todo escrito: quiero volver a ver a Sanji, porque lo quiero, sí, lo quiero, lo quiero y lo quiero; lo quiero de la misma manera, tan fuerte, tan pura, que te quise a ti, y estoy metido en un gran lío y esto ya es irreparable.

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