Noche y persecución

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La noche había llegado, sin aviso ni anuncio, casi como si un velo se hubiera dejado caer cubriendo todo con una cruenta y macabra manta que poco o nada permitía encontrar los caminos que se extendían a lo largo de lo que una vez fue el hermoso pueblo de "Santa Ana". La gente iba de un lugar a otro tratando de acomodar todo para refugiarse del frío que se cernía por esos lares durante la noche. Bien conocido era que no se recomendaba estar fuera de casa si quiera durante el verano; las temperaturas bajaban a veces incluso hasta los 0°. Las madres elevaban sus voces llamando a sus hijos, mientras que los hombres encendían una que otra fogata y las familias se reunían buscando obtener algo del calor que la unidad familiar trae consigo. Una familia compuesta por una mujer, con cinco hijos, entre uno a ocho años, y un hombre algo mayor que ella, prendía el fuego. A la vez que los pequeños acercaban su carpa, una de las pocas pertenencias que habían lograba salvar de las llamas, intentando así calentar sus cuerpos. El estornudo de uno de los niños hizo que la madre sacara de inmediato un pañuelo, lo pasara por su nariz para luego dar una vuelta más con las mangas de un suerte viejo y roñoso, la que hacía las veces de una improvisada bufanda. El padre contaba un par de historias, mientras lo niños ya junto al calor de la fogata se prestaba a oír al hombre, quien con todas sus fuerzas trataba de ocultar el dolor que sentía al verse en tales circunstancias.

-Niños, - dijo el padre - hoy vamos a jugar a dormir al aire libre, hasta que nos traigan nuestra nueva casa- indicó el hombre a la vez que hacía un esfuerzo casi sobrehumano para decir esas palabras.

- ¿Va a ser más grande que la otra? - pregunta uno de los niños.

- ¿Vamos a tener piscina? - pregunto otro.

- ¿Puedo tener una pieza para mí solo? - pregunto el más grande.

-Tranquilos niños, todo a su tiempo... - intervino la madre -. Hay gente buena que nos va a traer lo que necesitamos, pero por ahora vamos a pasarlo bien jugando- su sonrisa evidenciaba aquel dolor que solo una madre puede sentir al ver a sus hijos pasando una adversidad con ternura y esperanza. Gonzalo tuvo la idea que la mujer deseaba tener aquella misma esperanza que se veía reflejada en los rostros de sus hijos.

-Mamá, tengo hambre- dijo uno que debió tener no más de cinco años.

-Yo también- dijo otro que le seguía en tamaño y edad.

-Está bien, vamos a comer- dijo la mujer.

Al instante abrió una bolsa y sacó un par de panes amasados con chicharrones, los que previamente le habían ido a dejar de un pueblo cercano, que, si bien se había visto amenazado por el fuego, se logró salvar de las cruentas llamas. La misericordia para con la gente de Santa Ana comenzaba a manifestarse, lamentablemente, apenas servía para hacer frente a la devastación que se extendía incluso más allá de los límites del pueblo. Entrego un pan a cada niño, Gonzalo escuchó como elevaban una oración, práctica muy común en el sur de Chile. Sabía que por esos lugares estaba plagado de evangélicos, en especial en Temuco. Apretó los dientes, a duras penas lograba soportar tanta ingenuidad e ignorancia. De haber un Dios o era muy ciego o indiferente al dolor humano. "Si su Dios es tan poderoso por qué deja que pasen tantas cosas malas, en especial niños inocentes." Se dijo a la vez que se alejaba. Esa idea se repetía una y otra vez en su mente, casi como si una voz de ultratumba la entonara cual macabro cantico. Mientras meditaba en esto, la injusticia del mundo, las atrocidades que aquejan la existencia humana, las diferencias sociales que la sociedad misma se encarga de perpetuar, avanzo en medio del bosque, casi sin percatarse ni del frío, ni de la oscuridad que se había extendido, dando paso únicamente a unas lacónicas luces que provenían del cielo nocturno, el que en ese momento parecía ser más lóbrego de lo normal.

Chile en llamasWhere stories live. Discover now