CAPITULO 17: CONVALECIENTE

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Los habitantes del castillo de Camelot asistieron a un milagro que no habrían creído de no haberlo visto con sus propios ojos: Arturo estaba leyendo. Ver al rey en la biblioteca real era para algunos una de las primeras señales del Apocalipsis, y más de un caballero pensó que quizás estaba enfermo.

En el pasado, cuando necesitaba consultar algo, tal vez un libro sobre la historia de otra casa real o algo semejante, mandaba a Merlín en su lugar, aprovechando que tenía un sirviente que sabía leer, lo cual no era lo más usual. Pero ya no podía recurrir más a esos viejos hábitos, y además no habría delegado aquella tarea en nadie.

Arturo estaba consultando libros que hablaran de druidas, y de magia. De los más de mil ejemplares que había en aquella habitación, solo encontró dos que mencionaran el tema, y tras media hora leyendo, llegó a la conclusión de que ninguno era satisfactorio.

- Vuestro padre los mandó quemar todos, Majestad. Ardieron junto a los brujos durante la Gran Purga – le explicó el anciano guardián de la biblioteca.

El rey soltó una maldición por lo bajo, y trató de pensar en qué lugar podía encontrar información sobre "druidas oscuros". Aquella noche no había podido dormir, pensando en lo que Aronit había dicho.

Se decidió por fin a visitar al druida al que había puesto a cargo de sus hijos. Le habían informado de que había amanecido bien, pero sus heridas aún no habían sanado. Arturo se había propuesto no molestarle, pero no parecía que fuera a obtener respuestas por otros medios.

El aposento del druida había estado totalmente vacío hasta hacía cuatro días. Solo había una cama y un armario. Arturo mandó poner después un espejo. Pero cuando entró en busca de Aronit lo encontró abarrotado de libros, hierbas, pociones, y demás cosas que seguramente tuvieran un uso mágico.

- Majestad – se asombró el druida al verle, e intentó ponerse de pie. Estaba tumbado en la cama, con el pecho vendado. Arturo le frenó con un gesto de la mano. Se veía muy arrogante cuando hacía esos ademanes regios, pero en realidad él pretendía ser amable. - ¿En qué puedo ayudaros?

- Vengo a ver cómo os encontráis.

- Mejor, Majestad. Gracias por vuestra preocupación.

- Es lo menos que podía hacer – respondió Arturo, paseando por la habitación, observando aquellos extraños objetos. Uno en particular llamó su atención: un brazalete muy ornamentado que tenía un brillo especial. Arturo contuvo las ganas de tocarlo.

- No os enojéis con el chico. No fui prudente al provocarle de esa manera. Demostró tener mucha paciencia aguantando mientras le presionaba.

- Tiene que aprender a controlarse. Le he dicho que tiene que ayudaros en todo lo que le pidáis. No dudéis en exigirle cualquier cosa.

- Sois duro con él. No pretendía hacerme daño.

Arturo no respondió, pensativo. Tal vez era muy exigente con el niño, porque tenía miedo de verle convertirse en el monstruo que una vez fue.

- Eso que dijisteis... acerca de... los druidas oscuros...

- ¿Tenéis miedo de lo que pueda significar?

El rey asintió casi imperceptiblemente. Aronit dejó la mirada perdida por unos instantes, como recordando.

- Cuando vuestro hombre vino a mi aldea en busca de un maestro para vuestros hijos, todos los sabios del lugar dijeron lo mismo: sería un honor enseñar a Emrys, pero jamás a Mordred. Yo me encaré con uno de ellos y le pregunté por qué, y me dijeron que no querían contribuir a crear un gran mal. Yo respondí que quería contribuir a crear un gran bien – explicó Aronit. – Yo también soy un druida oscuro, Majestad – confesó, y levantó la manga de su túnica para mostrar el símbolo de los druidas, pero en su caso la marca era algo distinta a la de los demás. – Eso quiere decir que mis poderes son destructivos, pero yo decido cómo debo usarlos. Lo mismo le sucede a Mordred. Se supone que los druidas curan y crean. Mordred puede llegar a hacer eso, pero su don natural es la destrucción. Ya visteis con qué facilidad me derrotó. Eso no tiene por qué ser algo malo: vos sois un guerrero, seguro que entendéis lo que quiero decir.

Arturo lo sopesó. No, no era malo que Mordred tuviera poderes que le permitieran combatir. Siempre y cuando no usara esos poderes para hacer daño a quien no lo merecía, no tenían por qué ser algo malo...

- ¿Y Merlín? – preguntó el rey.

- Merlín no es un druida, sus poderes son muy diferentes. Su magia es mucho más grande que la mía.

Arturo le miró fijamente y se dio cuenta de que no lo decía por adular: realmente creía que el niño era poderoso. Sonrió con orgullo, como si le hubieran dicho que su hijo había ganado un torneo.

El rey se fijó entonces en una personita que se asomaba desde la puerta. El espía se escondió rápidamente en cuanto se supo descubierto. Arturo tuvo que reprimir una sonrisa.

- Mordred, ven aquí. Un príncipe no se esconde.

El niño asomó solo su cabecita, y luego, poco a poco, se animó a entrar. Su mirada iba a de Aronit a Arturo, sin saber en cuál de los dos detenerse.

- ¿Tú no deberías estar entrenando con la espada? – preguntó Arturo.

- Yo... es que...

- Si tienes algo que decir, dilo.

- Yo... quería decir que... – balbuceó, y el resto del mensaje se perdió entre susurros ininteligibles.

- Alto y fuerte, Mordred – animó Arturo.

- Quería decir que... lo siento – dijo al final, mirando a Aronit. – No quería lastimaros.

- Ya lo sé, joven príncipe.

El druida sonrió, tal vez por primera vez desde que llegó al castillo, y pareció de pronto una persona mucho más amigable. Mordred se atrevió a acercarse más, y al final, con atrevimiento infantil, se sentó junto a él en la cama.

"Te felicito. Solo los valientes saben disculparse" le dijo el druida, pero sin mover los labios. Mordred se sorprendió de que pudiera comunicarse mentalmente, como él y su hermano.

- Yo no soy valiente – respondió el niño.

- Claro que lo eres. Ayer me hiciste frente a pesar de que soy más grande que tú.

- Es que tú no das miedo.

- ¿Ah, no?

- No. Papá sí.

Aronit soltó una risita, porque el niño parecía haberse olvidado de que Arturo estaba presente.

- ¿El rey da miedo?

- Cuando se enfada.

- ¿Se enfada a menudo?

- ¡Sí!

- Qué rey tan gruñón...

Arturo le miró muy sorprendido. Poca gente se atrevía a hablar así en su presencia. Lejos de estar contrariado, le gustó que fuera amable con el niño, aunque fuera haciendo bromas a su costa.

Era un tipo extraño aquel druida. Parecía muy joven y bastante serio, pero ahora Arturo estaba viendo un lado amable y desenfadado que le agradaba bastante.

Estaba pensando en retirarse, sabiendo que dejaba al niño en buena compañía, cuando el castillo se llenó de gritos y de ruidos muy fuertes. Por reflejo, Arturo desenvainó su espada, dispuesto a enfrentarse a cualquiera que fuera la amenaza. Salió al pasillo, y le habló a dos guardias que se cruzaron corriendo en su camino:

- Quiero a dos hombres protegiendo al druida y al príncipe Mordred, y a otros dos con Merlín – ordenó.

- Majestad, es Merlín el que ha provocado esto – le respondieron.

De padres y reyes [FANFIC DE MERLÍN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora