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Amanezco casi con los primeros rayos de sol, algo bastante inusual en mí, que suelo ser una dormilona. Mi madre normalmente se desespera conmigo, dice que no hay manera de despertarme y se dedica a idear formas cada vez más crueles de pasar la aspiradora en la puerta de mi cuarto.

Pero después del estrés de anoche, mi madre y su aspiradora son la menor de mis preocupación. Ahora me siento estúpida. ¿Por qué no le pregunté nada? ¿Por qué dejé que se fuera así, sin más, sin dar explicaciones?

Decido ir a la cocina a hacerme un café. Ya que no voy a dormir nada, por lo menos podré ponerme con el trabajo de Econometría que tengo atrasadísimo. Eso me distraerá lo suficiente como para dejar de darle vueltas a todo lo que pasó en la playa.

Me enfundo mis zapatillas de ositos y estiro hacia arriba los ajados y viejos pantalones de chándal que me hacen de pijama. Por parte de arriba llevo un sujetador deportivo, ya que aunque estamos en octubre, en mi casa siempre hace un calor demencial porque mi madre es una friolera horrible que se empeña en poner la calefacción a tope. El medio ambiente va como va por su culpa, se lo digo siempre.

Bajo las escaleras para llegar a la pequeña cocina, que siempre me ha resultado la sala más acogedora de mi casa. Tanto es así que cuando era pequeña solía hacer los deberes allí, encima de la gran mesa de comedor, en lugar de en mi escritorio o en el salón. Mientras pongo la cafetera en marcha, pienso que igual es mi momento de empezar a pasar la aspiradora, aprovechando que mi madre duerme. No sé qué es lo que le sorprendería más: que su hija tenga la osadía de despertarla en uno de sus pocos días libres o que me haya dado por pasar la aspiradora por primera vez en mi vida.

Con los brazos cruzados abrazándome el pecho, sonrío ante mi propio pensamiento, algo que hago mucho en la intimidad (estoy un poco loca) mientras mis ojos vagan distraídos hacia la ventana.

Cuando lo veo, el corazón se me para de golpe y me quedo sin respiración. La sonrisa se me congela en la cara.

Desde luego, lo que menos me esperaba en ese momento era encontrarme al tal Leo, muy serio, observándome desde el otro lado de la ventana. El pánico me invade a la vez que mi pensamiento más hormonal y aún adolescente me hace ser plenamente consciente de las pintas que llevo. Además del pijama improvisado, mi cabeza la corona un moño-cebolla (como suelo llamarlos) deshechísimo, el flequillo pegado a la frente y el maquillaje corrido y bueno... soy muy consciente de que hace bastante que no me depilo las axilas. Pego los brazos al cuerpo inmediatamente y también suelto un chillido que espero que no despierte a mi madre.

Leo me hace un gesto para que le abra la puerta que da al jardín, para que pueda entrar, pero yo niego con la cabeza. En un ataque de valentía, reúno fuerzas para aproximarme a la ventana y abrirla. Transformo la vergüenza en mala leche, que es algo que se me da muy bien.

—¿Qué haces aquí? ¿Me estás acosando? —Le acuso, con el ceño fruncido.

—Te dije que vendría a por ti. Y llevas despierta un buen rato —se limita a replicar, con un encogimiento de hombros y como si fuera lo más normal del mundo.

—¿Y eso cómo lo sabes? ¿Tenéis cámaras? —Mis ojos ruedan hasta mirar hacia el techo con disimulo, intentando buscarlas.

—Lo sé porque estamos conectados contigo. Todos nosotros. Pero eso te lo explico luego... ¿me dejas pasar?

—No. Mi madre está durmiendo. Dame diez minutos y salgo yo.

Leo asiente —tampoco es que tuviera otro remedio—, y yo dirijo mi mirada a la cafetera eléctrica, que ya ha terminado. Me tomo mi tiempo para acabar decidiendo dejar la taza ahí y marcharme a mi habitación, intentando aparentar la mayor dignidad posible.

Invocadora [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora