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La casa de Leo me resulta divertida.

Tampoco es algo raro, porque al fin y al cabo es la antigua vivienda de una anciana y él apenas ha tenido tiempo de modificarla, así que está todo lleno de encajes, colchas de Patchwork y figuritas (aunque estoy convencida de que antes había muchas más).

Estamos los dos sentados en el sofá, a un par de palmos el uno del otro, una distancia en la que podría caber incluso una persona más. Pero estoy bastante más cómoda con él que antes, y eso me reconforta. Al final, y después de usar mis tres vetos, ha decidido que veamos La vida es bella y aunque ya la he visto antes, me he callado vilmente para que no me ponga otra que no me guste. Al menos esa película está entre mis preferidas. Siempre se me ha dado bien poner cara de sorpresa ante cosas que ya sé o ya conozco, como aquella vez que Cris me planeó una fiesta sorpresa y se notaba a leguas lo que estaba haciendo mientras la organizaba. Mi cara en ese momento me valió el Óscar de Azor por parte de todos mis amigos cuando posteriormente se descubrió que fue falsa.

—¿Quieres que hagamos palomitas? —propone Leo, levantándose de un salto del sofá.

Puede que él no se haya dado cuenta, pero yo sí: su agilidad se ha incrementado en las últimas horas. Y deduzco que es probable que vaya a más, ya que su esencia de oso está... creciendo. Cuando despertó sin dolor, aún era pequeñita, pero en todo este rato ya ha duplicado a su esencia normal. Todo esto me está resultando como si estuviera viendo un documental extraño de National Geographic.

—Me parece bien —asiento, pausando con el mando la reproducción de la película.

—¿Cómo te encuentras? —pregunta mientras se va hacia la cocina.

—¿Cómo me encuentro yo? —replico, alzando la voz para que me escuche— Eso debería preguntártelo a ti, ¿no crees? Tú eres el exconvaleciente.

—Yo estoy perfecto —escucho su voz desde la cocina—. Hace falta mucho para acabar conmigo.

—Venga ya —replico, juguetona, y al instante me arrepiento de haber empezado con ese tono, pero ya no puedo parar—. No te hagas el duro.

—Soy duro.

—Te haces el machote pero en el fondo seguro que eres un moñas.

—Lo soy —sentencia, apareciendo con el cuenco de palomitas—. Cuando me enamoro mucho de una mujer. No veo por qué eso me hace ni un poco menos machote.

En ese momento, el corazón me regala un latido.

Un latido que marca un antes y un después en mi relación con este chico.

Es inevitable, supongo: siempre me he fijado en gente a la que admiro. Si Tomás, el surfista, me gustó en su momento, fue porque siempre lo había considerado un chico muy inteligente. Y realmente lo que falló, lo que hizo que dejara de prestarle atención, fue que se centró tanto en el surf que se volvió lo que los demás querían que fuera. Y eso hizo que a mí dejara de interesarme.

Sin embargo, Leo... Está tan lleno de recovecos que corro el riesgo de perderme intentando resolver sus laberintos. Y lo peor es que cada vez que tuerzo una esquina, me topo con algo nuevo y sorprendente y... Quiero descubrir qué oculta la siguiente.

En ese momento, tengo que suspirar porque soy consciente de que me acabo de meter en un berenjenal incluso mayor. Por si no era suficiente con el Legado, los Thaos, los Kulua intentando matarme, los osos y demás criaturas, por si no bastaba con que Nico se hubiera enamorado de mí con tan solo mirarme y que, de alguna manera, mi parte Invocadora esté respondiendo a ese afecto... resulta que mi parte más humana, la chica de veinte años que hay en mí, se acaba de pillar en ese mismo instante por Leo.

Invocadora [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora