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Cuando me despierto, descubro que mi madre ya ha preparado el café que a mí me gusta —ella tiene otro, que yo odio con toda mi alma— y me ha puesto un post-it con un corazón en la cafetera. Eso hace que mi propio corazón se hinche. Al final, creo que hemos conseguido crear una relación madre-hija cómoda para ambas en la que demostrarnos nuestro amor de nuestra propia manera. Y que haya tenido tiempo para hacerme el café significa que se ha levantado con calma, lo que solo puede ser consecuencia de que ha dormido bien.

Vuelvo a mirar el anillo, y siento como que es lo único que hago desde ayer. Me cruza por la mente el pensamiento de si podré hacer algo... mágico, con él. Sé que puedo evocar la dualidad de la gente con los genes adecuados, pero... ¿podré disparar proyectiles mágicos? ¿Tendré algún poder elemental, como el fuego? El fuego sería una pasada, desde luego.

Siguiendo un impulso, cojo la taza de café en cuanto el microondas empieza a pitar y salgo disparada escaleras arriba, hacia el trastero. Esta es la casa familiar desde hace muchas generaciones, si hay algo que pueda darme alguna pista que me ayude a tener una cierta ventaja antes de esa comida, tiene que estar aquí.

Si soy sincera, solo he entrado una vez en el pequeño cuartucho del ático, típico trastero de toda casa de pueblo. Fue una vez que jugué con unos vecinos al escondite en nuestra casa y lo pasé fatal. Principalmente porque es un espacio bastante reducido y estaba lleno de polvo. Circunstancia que seguro ha empeorado porque no recuerdo que mi madre haya entrado allí jamás. Al final, una casa tan grande con solo dos personas se hace fastidiada de limpiar, sobre todo sin ayuda.

Trago saliva antes de replantearme lo que estoy a punto de hacer. Doy un sorbo al café y dejo la taza en el suelo. Luego, tiro de una escalerilla que se despliega y apoyo mi pie derecho, haciendo fuerza con el peso de mi cuerpo para asegurarme de que no cederá cuando me apoye totalmente. Solo me faltaba romperme algo, porque estoy segura de que si tengo alguna habilidad, no es la curación.

Apoyo ambas manos y trepo los cuatro escalones que me separan del techo, un agujero oscuro. Cuando llego arriba, saco el móvil del bolsillo y lo sacudo dos veces para activar la linterna. Echo una ojeada al pequeño cuarto, que debe rondar los cuatro o cinco metros cuadrados. Un montón de cajas apiladas, eso es lo que es. Me llevará mucho tiempo registrarlas todas en busca de algo interesante. Miro el reloj girando la pantalla del móvil para encontrarme con que ya es la una de la tarde. Siguiendo mi tradición de dormir como una maldita marmota, tampoco tengo mucho tiempo. Tendré que regresar otro día.

Farfullo en voz baja mientras vuelvo a descender a toda prisa y cojo la taza de café. Respirando hondo, le doy un buen sorbo hasta apurarla del todo y vuelvo a bajar a la cocina, sintiéndome inútil. Cuando llego, casi se me cae la taza del susto al observar a Leo plantado en pleno medio.

Chillo. Pues claro que chillo. El glamour nunca ha sido lo mío.

—¿Qué haces aquí?

Él sonríe mientras me mira de arriba abajo.

—¿Mañana de bricolaje? —pregunta, alzando una ceja y cruzando los brazos.

Por un segundo balbuceo algo, sin entender a lo que se refiere, pero él sigue mirándome y parece estar centrado en algún punto en mi pelo, así que alzo la mano libre para tocarme la cabeza. Una textura polvorienta me alerta de que, en efecto, el trastero estaba lleno de mierda. Mierda que ahora llevo encima. Pongo los ojos en blanco.

—Algo así —miento, suspirando—. No sé cómo te has colado en mi cocina y mucho menos cómo no me he dado cuenta, ahora que puedo sentirte, pero habíamos quedado a las dos.

—La puerta estaba abierta y tú debes de haber estado distraída —Se encoge de hombros.

Avanzo hacia él para sortearlo y meter la taza en el lavavajillas. Cuando me agacho, soy consciente de que el pantalón de chándal me viene enorme, porque se me baja hasta mostrar las braguitas.

Invocadora [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora