Prólogo. Una Luz en Plena Ventisca - Julio de 1899

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En mis sueños más extraños y profundos veo esa ciudad... Janet's Harbor. Me prometí ocasionadas veces que no volvería a este lugar y sin embargo aquí estoy, apunto de atracar en su maloliente puerto, famoso por las gachas de pescado que los indigentes devoran a altas horas de la noche y su oficina de transbordo e inmigración, asolada por la corrupción y el tráfico de polvo dorado. Es gracioso, cogen una muestra de esa nueva droga amarillenta y le ponen de nombre lo que a simple vista se ve. 


Supongo que el ministerio de seguridad está demasiado ocupado con su propaganda política para andar poniéndole nombres pijos a una moda que seguramente dure pocos meses, así es el mercado de las drogas en Janet's Harbor, invierten más los productores de polvo dorado que todos los astilleros juntos de esta ciudad, y eso que Janet's Harbor es la ciudad portuaria mas importante de nuestra bonita patria norteña: Eileen. Un nombre bien irónico dado que aquí casi nunca sale el sol, y dudo que lleguemos a ser potencia mundial con los cerdos que tenemos por "políticos". Desde la nueva oligarquía impulsada por La Estirpe de Abraham los democráticos lo hemos tenido difícil, sobretodo si eres lo bastante desafortunado como yo para nacer lince, o simplemente nacer felino. Según su Iglesia y manuscrito, que sospechosamente nadie nunca ha visto, nuestra especie es la prueba de que su Dios existe, ya que somos un error de la naturaleza, un cáncer andante y presente en su mundo divino y puro que debe de ser contenido. Por suerte el que escribió esa metralla especista no se fue mucho por las ramas y puso erradicar en vez de contener, aunque por contener se refieren a dejarnos sin trabajo... supongo. Pero basta de autobiografías para compensar mi falta de entusiasmo con autocompasión, ya casi es mi turno en la aduana.


—Pasaporte, por favor —dijo la grave voz perruna del inspector de aduanas.

—Perdone, soy de aquí, ¿no le vale con revisar los documentos del censo? —dije rebuscando torpemente en mi maletín el pasaporte— me llamo Henry.

En ese momento mi corazón se paró, me dí cuenta que el pasaporte no estaba. Seguramente me lo habría dejado en el puñetero control de Gatwick.

—Nueva directiva de seguridad lince, todos los que vengan de fuera requieren de pasaporte para entrar aquí, sobretodo si hablamos de ti, no queremos terroristas —dijo señalando de manera despectiva mis puntiagudas patillas de lince.

—Amigo... Ha sido un viaje largo, mira el maldito censo un segundo y verás toda mi documentación —dije con los nervios a flor de piel..

—No va a poder ser amigo —dijo, acentuando de forma bastante bruta la palabra amigo.

Aquí se me presentaban dos opciones: sobornarle por unos cuantos reales o liarme a golpetazos con seguridad. Viendo que la seguridad florecía en cada esquina del muelle me vi obligado a aflojar mi cartera. Aprovechando la tenue y penosa luz que brindaban las farolas de aceite le pasé disimuladamente un taco de billetes por el mostrador.

—Una buena centena de reales, todo para ti si me dejas pasar —dije apretando mucho la garganta para emitir el mínimo sonido posible y que aún así el inspector de entendiera.

Se quedó mirando al taco de billetes un buen rato hasta que finalmente le metió una calada a su llameante puro y abrió las puertas desde su puesto.

—Bienvenido a Janet's Harbor —dijo de una manera muy seca.

Me apresuré a coger mi equipo del suelo y salí de allí a un ritmo francamente rápido hasta llegar a una diligencia mecanizada en medio de la calle. La noche estaba muy fría, mentiría si dijese que no echaba de menos esta humedad tan nostálgica. Puede que lo mas estéticamente visual para mis ojos castaños fuese la tangible niebla que aparecía y se desvanecía constantemente con la luz anaranjada de las farolas electrificadas, de pequeño me podía pasar horas mirando las malditas farolas que se asomaban afuera de la ventana de mi dormitorio. Mi madre me contaba que eran gigantes que de noche, cuando nadie las veía eran capaces de levantarse e ir a los lugares más apartados de Janet's Harbor para ayudar a aquellos que no podían encontrar su camino a casa por la densa niebla de verano. Lo que verdaderamente intentaba la ingenua de mi madre era evitar que perdiese el tiempo mirando por la ventana y que aprovechara las noches en vela para estudiar. La pobre lo único que consiguió en animarme aún más a perder el tiempo, de pequeño ese era mi único deseo: ver las farolas moverse.

—Señor, ¿necesita qué le lleve a alguna parte? —dijo el cochero, que sorprendentemente era un felino.

—Sí, ¿sabe dónde queda la Calle de las Cortinas de Humo? —dije con cierto tembleque en la voz.

—Súbase, está un poco alejado pero no se preocupe, el calor del motor en marcha le mantendrá caliente.

—El frío es lo que menos me preocupa... Aunque también manda huevos que tenga que ponerme chaqueta en medio de julio —dije con una voz sarcásticamente positiva. 

La Calle De Las Cortinas de HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora