Invitación

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"Levántate, solo aquellos que duermen en momentos de necesidad merecen la dulce ignorancia que otorga la felicidad eterna, tú no eres uno de ellos. Tú nunca serás enteramente feliz"

Tras aquella noche tan turbulenta y llena de sueños inescrutables volví a levantarme, casi como si me hubiesen apaleado el cuerpo con rabia y decisión. Nada me dolía, pero me sentía profundamente sumido en una especie de letargo consciente, casi ni podía sentir el suelo bajo mis almohadillas. Con torpeza pero cierta velocidad, ya que hoy me desperté un poco más tarde, me vestí con la ropa de siempre y adorné la forma de mi silueta con la gabardina de tela que llevo siempre. Esta pieza de ropa era una de mis más queridas, lleva conmigo hace ya un par de años y nunca me he cansado de llevarla a todas partes, además, ayuda bastante a que el hollín y el polvo húmedo de la calle no se me adhiera al pelaje. Es vieja, pero confiable.

Subí con pocas ganas las escaleras semi-podridas del sótano, hoy parecía que el día iba a ir regular. Mientras subía los escalones mi peso hizo que una de las tablas se partiese y me atrapase la pata hasta los talones. Dolió, los bordes rotos de la madera me mordieron tan fuerte los talones que estos empezaron a sangrar. Con dificultad, y quizás también un poco de torpeza, me agaché y retiré las tablas lo mas rápido posible para intentar reducir el riesgo de infección, sobre todo con esa madera tan vieja.

—¡Mierda! —dije con mi voz, rasposa por no haber bebido nada de agua durante la noche—. Espero que tengan algo en la morgue, no quiero pasearme por ahí con una herida tan fea.

Cogí uno de mis paños limpios de tela guardados en el bolsillo de mi gabardina y me lo até a la herida.

—Por ahora valdrá —me dije, reconfortado.

Me apresuré a subir y cogí el desayuno preparado de la mesa de la cocina. Parecía que ya se me estaba haciendo demasiado tarde, ni siquiera estaban mis abuelos. Hoy tocaban los famosos panecillos que hacen juntos, con prisa me guardé dos de esos pomposos panecillos de mantequilla en mis alforjas y salí corriendo de casa, observando como el sol ya estaba iluminando con intensidad la calle e incluso los edificios titánicos al otro extremo del Rio Vögel, entrecerrando mis ojos por el reflejo del agua podía fácilmente divisar la masa de personas que caminaba en la otra orilla, casi como si se tratase de un planeta diferente, con edificios brillantes y adornos de latón lacado que hacían envidiar mis ojos. Hoy el día estaba muy despejado, por primera vez desde hace mucho tiempo pude apreciar las distantes montañas que creaban la frontera natural con Greenwich, son más altas de lo que recordaba, normal que nadie haya conseguido escapar de este lugar, de seguro que los fríos extremos ahí arriba y la guardia fronteriza ya hacen el trabajo suficientes para acabar con la vida de los que quieren escapar. 

Mientras paseaba por las calles apresuradamente noté poco gentío por la avenida principal, los mercaderes no habían abierto hoy, ni siquiera el bar estaba abierto ¿Acaso me he quedado solo en este gueto? Desde que anunciaron aquella extraña enfermedad la gente no se ha atrevido a salir si no es necesario, todo el mundo está asustado, y el gobierno no hace nada... aparte de mandar esas nuevas tropas de guardias a vigilarnos. Tras la media hora que siempre me tomaba ir de mi casa hasta la morgue llegué, esperando con mis nervios en flor que Hollows no me echase la bronca.

—¡Perdone señor Hollows! —dije, entrando con prisas y la cabeza agachada—. No se volverá a repetir.

Cuando devolví la mirada al mostrador bellamente decorado de la entrada vi a Hollows sentado en su acolchada silla de oficina, tomándose una de esas pastillas tan raras que encontré una vez en su reloj de bolsillo. Parecía que mi entrada tan repentina le había sorprendido, nunca lo había visto tan alterado.

La Calle De Las Cortinas de HumoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora